Cantaba antaño, bastante antaño, una chirigota callejera: "Qué guay es el internet, cómo disfrutan los pijos que nunca tienen nada que hacer". Es evidente que los tiempos han cambiado en todos los aspectos y que poco queda de aquel incipiente origen de un modelo de comunicación que, por entonces, era ciertamente selectivo y no estaba al alcance de la mayoría de los ciudadanos. Pero ahora, en este momento en el que por suerte o por desgracia la red nos tiene atrapados por tierra, mar y aire, con todo tipo de dispositivos de acceso, tenemos como eternas y tiernas acompañantes a las cookies, esas saladas galletitas que se encargan de vigilar nuestros gustos y prioridades, a través de nuestras búsquedas, y que por arte de magia hacen aparecer en nuestras pantallas anuncios que tienen que ver con nuestra última navegación. No sé a ustedes, pero a mí me causan mucho respeto. Casi miedo.

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