UN país -igual que uno cualquiera de nosotros- no puede vivir si no hace las paces con su pasado. Hay aspectos en la vida de cada uno que no nos resultan agradables o que nos cuesta mucho aceptar, pero de una forma u otra estamos obligados a convivir con ellos y a tolerarlos o incluso asumirlos, si no queremos convertirnos en unos resentidos que se pasan la vida gruñendo y de malhumor. Si repasamos una vida, cualquier vida, no nos será muy difícil encontrar situaciones dolorosas. Quien más, quien menos puede recordar algunos detalles desdichados de su infancia, o una relación sentimental que se fue al garete, o unas dificultades económicas que malograron un proyecto en el que había puesto muchas esperanzas, o el deseo incumplido de haber hecho algo mejor en la vida. Pero si lo pensamos bien, nada de eso es irreparable. Con un poco de buena voluntad y de sentido común, o con un poco de buen ánimo, cualquiera puede encontrar motivos para valorar lo que tiene y para disfrutar de la vida. Siempre que no se hayan dado, claro está, circunstancias excepcionales en cuanto al sufrimiento y a la adversidad que hemos padecido.

La generación de nuestros abuelos supo sobrevivir en las duras circunstancias de la posguerra con buen ánimo y con una admirable capacidad de resistencia y superación. Casi todas las personas que nacieron entre los años veinte y cuarenta pasaron calamidades físicas y morales, y en muchos casos tuvieron que soportar una vida que nadie hubiera deseado para sí mismo. Casi todos los que fueron niños y jóvenes durante la guerra y la posguerra pasaron hambre y frío, y muchos soportaron humillaciones y privaciones que hoy nos parecerían inconcebibles (y estas humillaciones alcanzaron incluso a los hijos y nietos del bando ganador en la Guerra Civil, porque las sufrieron en los colegios y en algunas iglesias y a veces en su propia familia). Pero si nos fijamos bien, es difícil recordar a un miembro de aquella generación que se quejase con amargura o que no manifestara una envidiable presencia de ánimo ante las cosas que venían mal dadas.

Por eso resulta tan ridículo escuchar a los políticos que dicen hablar en nombre de los muertos de la Guerra Civil. Basta con que recordemos a nuestros abuelos, y que después los comparemos con esos políticos que dicen hablar en su nombre, para que empecemos a creer que este país se ha vuelto idiota o ha perdido la razón, ya que todo es tan falso, hueco y sobreactuado que da pena. Y si el tema de la Guerra Civil no fuera tan doloroso, con tantos muertos y tantos ejecutados de forma criminal por el franquismo, casi me atrevería a reclamar una nueva coreografía del Thriller, de Michael Jackson, en la que todos tuviéramos un papel. De zombis, por supuesto.

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