pilar Vera ilustración Miguel Guillén

Templo Entrega 1 2 3 4 5 6 7 8

Las construcciones sagradas nunca se fueron. En todas se comercia. Y todas cuentan con escalas, sacrificios y vigilantes

NO creo que el mío fuera el fémur más hermoso del mundo pero mis huesos podían contarse, de seguro, entre los más finos del mundo. Bastó un chasquido para hacerme caer en lo oscuro. Y aún estaba en la tarea, cayendo, cuando escuché decir a uno de ellos que los templos se levantaban sobre la sangre de un primer sacrificio. Eso había leído en algún sitio. Así que mis huesos quedaron enterrados, muy convenientemente, en el suelo de la entrada.

No fui la única. Quiero decir: mi sacrificio no fue el único. La Escala se levantó como el mayor centro comercial del planeta, un complejo de espirales que se hundía en el mar y arañaba el cielo. Sólo marcas exclusivas. Sólo clientes millonarios. Sólo turistas pasmados, que descendían y ascendían, al mirador submarino, a la montera entre nubes, a los cielos e infiernos, sosteniéndose el corazón a duras penas. Como las grandes construcciones del pasado, para llegar a ser, La Escala había necesitado cientos de manos y alguna que otra alma. Flotaban durante un tiempo entre las espirales, subiendo y bajando, como las alegorías de la cristalera que le daba nombre.

Mis huesos, en cambio, estaban anclados. Me sentaba al lado de los solitarios, me enteraba de algunas vidas, me acercaba a oler el café o a tocar las pieles del invierno, insípidas ahora, pero con cualidad de dolor fantasma en la memoria. Tuve más que tiempo. Decidí que lo justo era escogerlos a ellos, a los cientos de manos, a algunos de esos que eran tantos que no eran nada, para ir dando forma a mi cometido. Así, casualmente, un oficial de albañil vino a toparse con el móvil del no tan joven Simpson-Wyatt (y con su colección de fotos comprometidas, y con sus jugosas conversaciones con su asesor fiscal). Y no olvidemos a la señora del ilustre Aran Na Buvanath, que perdió con gusto el apellido en brazos de un carpintero ebanista de juventud atroz, aunque no tan fiera como la hemorragia que la mujer causaría en las exuberantes cuentas del millonario.

Pero el caso del viejo Fischler es sin duda mi favorito. Una juntura mal puesta en los andamios le hizo tropezar durante una visita de control y terminar ingresando, pobre momia comatosa, en una de las exclusivas clínicas del centro. Fischler no puede hablar, no puede tragar, a veces parece que llora y otras ríe como un bobo. Hay momentos en que señala al vacío, aterrado.

La falta de riego, dicen, le hace ver alucinaciones. Parece un crío de tres años, dicen. Ojalá no se entere de nada. Pero se equivocan: Fischler se entera de todo.

Yo lo visito a menudo. Al fin y al cabo, no tengo mucho más que hacer. Me aseguro de que viva.

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