Temor y temblor

El pesimismo es solo una forma boba y perniciosa de destrucción, que se deleita en contemplar las ruinas

Con permiso de Kierkegaard, que era un señor un tanto lóbrego y apesadumbrado, escogemos su título más célebre para encabezar estas líneas, cuando parece -hoy es el día señalado- que va a empezar la escabechina ucraniana. Y en consecuencia, una suerte de guerra mundial en miniatura. El lector curioso de asuntos de historia haría bien en acudir a uno de los grandes libros de los últimos años, Los sonámbulos, obra del australiano Christopher Clark, donde se da noticia de los errores, inconsecuencias y cegueras, siempre con Rusia al fondo, apoyando el paneslavismo serbio, que condujeron a la Grand Guerre y a una cima de horror incalculable.

Digo esto, no para advertir de una abominación inminente, y tampoco para llorar sobre el cadáver de Europa, sino para recordar que la cordura también existe. Como sabemos, el pesimismo es un producto comercial de mucho éxito; ahí tenemos al trémulo y lloroso ejército que va desde Cioran a Bauman, con el añadido reciente de Benatar, un surafricano que nos recomienda vivamente la extinción de la especie. Todo esto lo decía, mejor que nadie, mi admirado vizconde de Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba: "Después de la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar vida a un hijo". Bien es verdad que don René se crió solo en castillo normando, y claro, así no hay manera de resultar alegre. Pero también es cierto que la vida no le fue nada mal a este gigante de la melancolía y el posibilismo político. Tampoco España se libra de esta fiebre maligna, que nos seduce con su grato complejo de superioridad. El mundo está lleno de gente que dice "os lo dije". Y ante el común desastre que se nos pronostica, los celtíberos han dado en refugiarse en el abrigo de la raza, del pueblo, del calor bovino de lo idéntico, que es tanto como esconderse bajo un oso por temor a los perros.

Por otra parte, España se dirige a buen paso hacia la inflación y la parálisis económica, sin que el gobierno deje de subir los impuestos. De modo que todo nos sugiere un mañana infausto. Tampoco el precio de la electricidad invita al optimismo -en cuanto nombren ministro de Consumo al señor Garzón, se acabará el problema-. Sin embargo, el pesimismo es solo una forma boba y perniciosa de destrucción, que se deleita en contemplar las ruinas y que aspira, secretamente, a lo nuevo, como los suplementos dominicales. En esta hora de temor y temblor, los pesimistas tienen razón en una única cosa: en llorar por anticipado -plañideros inmóviles- lo mucho que aventuramos.

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