EL cadismo, que prácticamente ya se veía en Primera allá por junio, ha recibido en dos semanas una sobredosis de realidad tan cruel como necesaria. El ascenso fue un milagro en el que nadie confiaba, conseguido con orden, con coraje y con ese poco de suerte tan necesaria. Ahora, tras un arranque prometedor que se ha ido diluyendo entre errores arbitrales, broncas entre jugadores con la misma camiseta y rivales agigantados, lo que queda es un equipo con una alarmante carencia de jugadores con buen pie y que empieza a entender que la Segunda División no va a ser ningún paseo por muchos miles de aficionados que les animen en Carranza o en Vallecas.

Algunas cosas son evidentes para todos. A ver, empecemos por atrás. Cuanto menos pase el balón por Aridane, un hombre clave en el ascenso, mejor para el juego colectivo del equipo. El canario no es Koeman precisamente para enviar esos balones de 40 metros a la frontal del área rival. Carpio, que empezó muy entonado, ha sufrido los dos últimos partidos una pesadilla. Si nadie le echa un cable, el peligro por esa banda será una constante. En la medular me gusta Abdullah, pero necesita a Garrido a su lado para sentirse más liberado. En cuanto a Silvestre, me temo que le falta sangre y que el ritmo de la categoría de plata del fútbol español, que es como decir una de las diez mejores ligas de Europa, le viene de momento muy grande. No veo bien a Salvi ni a Álvaro García, claves en el juego ofensivo del Cádiz. Su velocidad desbordante en Segunda B ya no es tan letal cuando se mide con laterales de categoría a los que no pueden retar desde tan atrás. Y por último, no podemos pretender que Ortuño lo haga todo. A veces es una isla en un mar de contrarios, con apoyos que llegan 20 metros por detrás. Si a todo esto se le suma que el estado de ánimo del equipo ha decrecido, podemos estar ante la primera crisis de la temporada.