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Sincera digresión

Más que escribir sobre el nuevo gabinete, lo que nos pide el cuerpo es ponernos las gafas de sol

Anoche, a mitad del preceptivo artículo sobre el nuevo gobierno, sufrí un desvanecimiento. No físico, moral. Estaba dedicando demasiado tiempo al asunto.

Cuando quiero escurrir el bulto, salto a la red. En Twitter me esperaba, como sabiendo por un algoritmo el estado de mi alma, esta cita de Jean Cau (vía @wrathofgnon): "La santidad es lo que más me tienta. No le veo más que ventajas. Primero, los santos se alimentan de saltamontes y están delgados. Segundo, son retratados por los mejores pintores. Finalmente, no escriben novelas, lo que abre maravillosos vacíos en las superpobladas bibliotecas, y se quedan hablando con Dios, no con representantes de las Naciones Unidas. Nunca salen en televisión, nunca se les escucha por la radio".

Qué tentación el silencio y el vacío repletos de la presencia de Dios. Lo único que no me convence son los saltamontes. Así que salto de esa tentación y caigo en un artículo de Cavanna en la web de Nueva Revista. Recoge la respuesta que dio Hannah Arendt a la cuestión de los filósofos y la verdad. Leo Strauss había explicado que demasiada es peligrosa para la sociedad y que, por eso, los filósofos han preferido un doble mensaje: el exotérico, para el gran público, y el esotérico, para un círculo de confianza. Normal, porque el riesgo, según comprobó Sócrates y aprendió Platón y sublimó Cristo, es que al hombre demasiado sincero lo pongan frente por frente a la hora de la verdad. Esa solución a Arendt le parece inmejorable.

Pero queda un remedio. Lo aporta el público, siempre perezoso, incluso para dispensar un buen martirio. El público (no el lector) tiende a dejar de echar cuenta al que le dice toda la verdad. Suele haber un esoterismo sobrevenido llamado indiferencia. Es un método casi silencioso y seguro de poder seguir diciendo lo más significativo e interesante. Hay que agradecer, por tanto, nuestro medio anonimato, porque, como dijo Stendhal: "Cuando miento, me aburro"; pero, como Tomás Moro, prisa de que nos corten la cabeza tampoco llevamos.

No tenemos que cubrir la verdad de arcanos ni entregarnos al disimulo ni, sobre todo, comer saltamontes ni miel salvaje. Puedo zanjar, por ejemplo, el tema del nuevo Gobierno diciendo la verdad. Es muy espectacular, pero ya veremos. Quizá sea un gabinete excesivamente exotérico, pensado para deslumbrar. Por ahora me pongo las gafas de sol, y espero. No quiero decir nada que no sea verdad.

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