Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Debe de estar revolviéndose en su tumba Charles Louis de Secondat, más conocido como señor de la Brède e identificado comúnmente como el barón de Montesquieu. Catorce años de trabajo concienzudo, una ardua y elaborada reflexión sobre el poder a lo largo de la historia y argucias miles para esquivar la censura a fin de dar a conocer su célebre "El espíritu de las leyes" y denunciar el despotismo, y ahora cogemos su teoría de la separación de poderes y la retorcemos y exprimimos hasta que sangra. En España ya no se habla de separación de poderes, en el sentido de la filosofía política contemporánea, sino de algo muy bonito sobre el papel -la independencia de los poderes-, pero tremendamente peligroso para las sociedades democráticas. Los poderes ejecutivo, legislativo y judicial deben estar lo más separados posible para que su ejercicio no sea monopolizado por las mismas personas, pero su independencia absoluta solo conseguiría que cada poder pudiera actuar sin vigilancia alguna por parte de los restantes y sin que la sociedad -única titular de una soberanía inalienable- pudiera intervenir en ellos en caso de desviación de sus funciones o mal uso de sus atribuciones. Por eso, desde el siglo XVII hasta nuestros días, filósofos e intelectuales han hablado de la separación de poderes como un horizonte político tendencial sobre el que se construyen el liberalismo y la democracia, pero siempre dejando claro que los poderes deben contrapesarse, vigilarse, corregirse e intervenirse recíprocamente para evitar el totalitarismo y la corrupción.

La independencia de los poderes no reside, más que parcialmente, en la forma en que sus representantes son elegidos. En realidad, la independencia de nuestros representantes ejecutivos, legislativos y judiciales es una cualidad personal y moral que nace de la integridad, la honestidad y la vocación de servicio público. De nada sirve, por ejemplo, que los jueces se elijan a sí mismos, si los elegidos o elegidas no están adornados con estas virtudes. Y, en cambio, un poder judicial que no pudiera ser fiscalizado por los representantes de la nación tendería a convertirse en una especie de autocracia judicial que viviría al margen de la ciudadanía a la que se debe. Claro, todo esto si no pensamos que los jueces son una estirpe superior de la naturaleza humana exenta de sus debilidades.

No deja de ser curioso: se reclama la independencia de los jueces al mismo tiempo que se negocia bajo la mesa para nombrar a los afines o impedir que al poder lleguen los contrarios. Esto es lo mismo que reconocer de facto que los jueces también tienen sus querencias. Necesito que me lo expliquen.

De momento, cunde en mí la sensación de que la preocupación por la supuesta independencia del poder judicial es directamente proporcional al temor que tienen los partidos de que sus miembros corruptos tengan que declarar, algún día, ante el estrado.

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