Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

EL Gobierno acordó ayer eliminar 32 altos cargos y 29 empresas públicas dentro de su plan de racionalización del sector público que trata de reducir el gasto corriente del Estado. Dos días antes, el pleno del Senado había decidido reformar el reglamento para que el catalán, el euskera, el gallego y el valenciano puedan ser utilizados normalmente en la cámara, lo que obligará a instalar un sistema de traducción simultánea.

Ni el ahorro para las arcas públicas que va a suponer la medida de austeridad del Consejo de Ministros acabará con la crisis económica del país ni el gasto adicional -menor que lo ahorrado por el concepto anterior- que provocará el acuerdo del Senado nos llevará a la ruina. Pero el primero es un gesto necesario en la buena dirección, y el segundo, un gesto superfluo en la mala. El Gobierno da ejemplo de ajustarse el cinturón, mientras que el Senado dispara con pólvora del rey. No son, en ningún caso, cantidades sustanciales en relación con las dimensiones de la crisis y la envergadura del déficit público, pero su significado político es opuesto.

Lo que la mayoría de los senadores ha impuesto se trata de justificar en aras de la normalidad de un país plurilingüe que se enriquece por la pura coexistencia de varios idiomas. No lo niego. El catalán, el gallego, el vasco y el valenciano son lenguas tan oficiales como el castellano en sus respectivas comunidades. Así lo declaran sus estatutos de autonomía y se deduce del sentido común. Ahora bien, el sentido común sugiere igualmente que el castellano también es idioma oficial en esos territorios y que es el único que hablan y entienden todos los miembros del Senado. De modo que para comunicarse en el Senado lo más fácil es que los senadores se dirijan unos a otros en la lengua que comparten.

No es sólo, pues, por no gastar en traductores y auriculares, sino porque pudiendo entenderse en una lengua de todos, no extranjera, es tontería utilizar otra, legal también, pero en la que muchos no se enteran y tendrán que ponerse artilugios más propios de una conferencia internacional que de una cámara parlamentaria nacional. El nacionalismo es experto en encontrar, mediante la acción política y legislativa, un problema a cada solución. Piensen en lo que ha hecho la Generalitat con los tenderos catalanes: multa a los que no rotulen sus escaparates en catalán. ¿No es más lógico que el comerciante escriba en su establecimiento con el idioma que quiera y que sean los clientes los que decidan libremente si hace negocio o se lo comen las moscas? O la manía de obligar a los distribuidores de cine a programar películas en catalán, en lugar de dejar que los espectadores elijan y las consoliden pasando por taquilla o las boicoteen, según su albedrío.

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