Al convertirme en la víctima 267 de un selfie y caer de espaldas en un volcán ardiente mientras me hacía un autoretrato con sonrisa en la mirada, recordé aquel falso lugar paradisíaco y a aquel chico con tatuajes. Era un falso lugar paradisíaco porque era una bella cascada que estaba exactamente a 50 metros de un vertedero. Allí estaba yo sentado en una roca y apareció el muchacho. Se quitó las zapatillas, se quitó la camiseta y se descubrió un pecho fibroso poblado de dibujos azules de dragones y princesas. Pensaba que se iba a zambullir en la poza, pero no. Lo que hizo fue sacar un móvil, situarse estratégicamente en la poza y se autodisparó. Satisfecho, se puso las zapatillas y la camiseta. Se fue. Sonaba de fondo la cascada y me quedé pensativo pensando en la eternidad fotográfica y en las cosas que tiramos al vertedero de al lado. Por eso no sentí nada al caer al volcán, ya que el selfie ya estaba hecho.

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