CON su pretensión de adelantar una semana el próximo curso escolar, la consejera de Educación no contaba con que se estaba enfrentando no ya a los profesores, sino a una de las instituciones sagradas de este país: el mes de agosto. Tenía sentido lo que propuso la consejera Teresa Jiménez, que los alumnos no estén dando tumbos casi tres meses seguidos de vacaciones y conciliar la vida familiar y laboral la primera quincena de septiembre. Porque, evidentemente, sólo con esa semana de adelanto no se convierte a un niño en un Einstein. Tampoco el problema son los profesores, o la mayoría de ellos, porque a ninguno les molesta tener en clase a sus alumnos una semana antes. Es más, muchos 'profes' y muchas 'seños' están deseando volver a verlos. No, el problema no pasa por ahí. Lo que sucede es que trastocando una semana el inicio del curso, se produce una serie de movimientos en cadena que obligan a trabajar a muchas personas, miles, desde mediados de agosto. Funcionarios de todo tipo, no sólo profesores, que han de hacer papeleos necesarios, nombramientos, convocatorias... Y hasta en las editoriales de libros. Y también los libreros, que tendrían que tenerlo todo listo una semana antes. Veríamos anuncios de hipermercados con 'la vuelta al cole' en julio... El cambio sería tal que la cultura de este país no sería la misma después de ese adelanto. Por eso no me extraña que todo vaya 'reconduciéndose' a su estado digamos 'natural' . La consejera se topó con el mes intocable para los españoles, el paréntesis obligado para todos, para la política, la justicia, la educación, la economía...

Al final, una vez más, agosto, implacable, ha dictado sentencia.

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