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NO se puede ser duquesa de Medina Sidonia impunemente. Es demasiado el peso de la leyenda, de la autoconsciencia, del ecosistema social, de los genes viajando en el tiempo. Luisa Isabel Álvarez de Toledo fue el resultado de muchas tensiones que cristalizaron en aquella mujer enjuta y mal vestida, que escribía libros de historia delirantes, que ejercía la generosidad de forma arbitraria desde su bastión en Sanlúcar de Barrameda, que entregó la vida a ordenar el vasto archivo que le legaron sus antepasados y que terminó sus días ensalzada por las autoridades políticas y olvidada por sus hijos.

La leyenda de Luisa Isabel es la de la duquesa roja, que no es más que otra forma de sellar la vieja alianza entre los grandes títulos andaluces y el pueblo llano, pacto que unas duquesas escenifican bailando bulerías y otras acudiendo a las manifestaciones de la progresía. Lo cierto es que la penúltima Medina Sidonia estuvo a la altura de sus blasones y vivió como debe vivir un gran título, con desprecio a las convenciones que nos atenazan al resto de los mortales, sean estas estéticas, morales o políticas. En esto, los duques no se diferencian de los artistas, de ahí quizás su tradicional amistad. Pero, sobre todo, Luisa Isabel (así, sin apellidos, al igual que los reyes, los papas y la gente joven) recuperó a Sanlúcar de Barrameda como corazón de la Casa de Medina Sidonia, ciudad de la que habían sido desalojados por Felipe IV y Olivares tras la alta traición del IX duque y el desgraciado de su primo, el marqués de Ayamonte. Los Medina Sidonia siempre vivieron su expulsión de Sanlúcar como una pérdida irreparable, como una maldición bíblica. Se comprende cuando uno sube a las galerías del Palacio de los Guzmanes -la vieja rábida desde la que la morisma controlaba la entrada y salida del Guadalquivir- y ve a sus pies el blanco caserío de la ciudad y, al fondo, el difuminado horizonte de Doñana, el estuario del río y la Mar Océana de la que ellos fueron capitanes generales.

Durante estos días se juzga si el gran archivo de Medina Sidonia, la savia de su árbol genealógico, pertenece a la fundación que regenta la viuda de la duquesa o pertenece a sus hijos, un pleito por dinero y bienes como hay miles en España (en eso, como en la muerte, somos todos casi iguales). Sea cual fuese el resultado, los herederos deberían garantizar su permanencia en Sanlúcar. No porque lo pida la Junta o el Ayuntamiento, sino por una mera cuestión de lealtad a lo que uno (para bien o para mal) representa. Ya lo hemos dicho, no se puede ser Medina Sidonia impunemente.

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