Confabulario
Manuel Gregorio González
Zapater y Goya
de poco un todo
DE mi infancia recuerdo las noches del 5 de enero con su ilusión a punto de estallar y ese titánico esfuerzo paradójico por dormirme. Las mañanas del 6 de enero las recuerdo menos o, mejor dicho, con distinta intensidad. Es un dato que, a poco que se piense, alegra: la ilusión -que es gratis- es más honda y memorable que la plenitud de la posesión.
Con el tiempo, me empezó a hacer mucha gracia el paisaje urbano de las mañanas del día de Reyes, con la gente estrenando ropa y, sobre todo, con tantos niños radiantes con flamantes juguetes. Más tarde dejé de ver nada, como casi todos, porque a los Reyes les dio por los gadgets y teníamos la vista clavada en las múltiples pantallitas. Pero como la vida es una evolución continua, he vuelto a levantar los ojos y a fijarme en los flamantes niños.
Lo primero que me ha sorprendido es la envidiable velocidad con que sus padres han sido capaces de montarles los juguetes. Yo ahora paso unas malísimas mañanas de Reyes teniendo que casar tantas piezas. El mundo se me transforma en un rompecabezas (y los rompecabezas me horrorizan). Los fabricantes de juguetes parecen políticos: nos venden un paquete de piezas descompuestas y pretenden que nosotros, además de pagarlo, seamos los que, trabajando como chinos, lo montemos entero. Este año he hecho pleno: he sido incapaz de montar nada. Si alguien me vio pedaleando en una bicicleta novísima a última hora de la tarde de Reyes con una niña en la sillita, sepa que fue porque al mediodía, deshecho, llamé a mi hermano Nicolás para que al menos algo echase a rodar y no se echase a perder el día.
Con esos antecedentes era más fácil mi segunda reflexión, en brazos de cierta melancolía. ¿Por qué los flamantes juguetes sólo se ven en Reyes? Van desapareciendo en los días siguientes y a la semana más o menos no queda uno. ¿Se rompen? ¿Se -Dios no lo quiera- desmontan solos? ¿Se cansan los niños? Este apogeo de juguetes debería durar, como mínimo, hasta el 6 de julio, dejando la segunda mitad del año para que fuese creciendo el deseo de los nuevos Reyes; pero la ilusión también se queda con la mayor parte del calendario.
Me hice, para terminar, una reflexión consoladora. ¡Qué bien distribuidas y pensadas están las navidades, con su ritmo ternario de una semana, la primera, para la Navidad, otra, en medio, de fin de año, y los Reyes Magos de acabóse! El año que viene explicaré la maravilla de esa distribución, pero despidámonos pensando que esta trabajera de armar piezas imposibles -dejándose el pulso con los tornillitos y la vista en los manuales de instrucciones y sabiendo que la cartera ya nos la hemos dejado en el intento- es, más que nada, la preparación perfecta para el año. Del mismo modo, el roscón es el dulce menos dulce y más mazacote de todos los navideños. Los Reyes nos entrenan bien para lo que se nos viene encima. No es el menor de sus regalos.
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