A nadie escapa que la Monarquía, cualquiera que sea la opinión que se pueda tener sobre ella, no pasa por su mejor momento. El rey Felipe, tan solo, capea como puede la sucesión de inconvenientes que se repiten desde el principio de su reinado sabiendo mejor que nadie que estos tiempos nuestros no son los de su padre y que, agazapado en cualquier esquina, el enemigo acecha. Por eso siempre son bienvenidas las iniciativas reales que escarban en la maraña burocrática para llegar a los problemas de la gente. Esa empatía o intuición, que en el rey Juan Carlos era casi una marca de la casa, parece que tampoco ha caído en saco de roto para su hijo, y el hombre lleva con la mejor actitud esta etapa complicada e incierta.

En su última visita a Sevilla, el lunes, la CasaReal introdujo una variable haciendo parada en el corazón del Polígono Sur, en Las Tres Mil, paradigma de la exclusión social y urbana en la sociedad del primer mundo. Guiado por el comisionado y acompañado de las autoridades que representan a los respectivos niveles de gobierno, se pudo ver a don Felipe con doña Letizia paseando bajo un sol del de justicia por las partes más presentables (y, dicen, convenientemente remozadas para la ocasión) del denostado barrio, mientras los responsables de algunas organizaciones solidarias encabezadas por la comunidad salesiana les exponían sus impagables desvelos por reducir la enorme brecha que representa ese muro grande que nos interroga cuando lo vemos de reojo desde nuestros buenos coches camino de la otra ciudad.

Y pensaba, viendo al Rey con su guayabera saludando a los sufridos vecinos que lo aplaudían desde la distancia tras la valla, si no sigue pesando demasiado la cuestión institucional (allí estaban junto a los Reyes la ministra de Hacienda, el presidente de la Junta, la presidenta del Parlamento, el alcalde…) sobre la fuerza que pueda tener el elogiable apoyo real a la tan anunciada rehabilitación social y económica del barrio; hasta qué punto valoramos más la miseria indisimulable que trasladan los vecinos que las buenas palabras de siempre; y si no fue un error que evoca algo de desdén, por muy involuntario que sea y mucho calor que haga, presentarse allí con atuendo informal para un rato después volver al protocolo de la chaqueta (sin corbata) cuando de almorzar con las fuerzas vivas en la suntuosidad del Alcázar se trata.

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