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El Alambique

angel / mendoza

Renacimiento

La última vez que lo vi me contó que estaba trabajando en un proyecto, ahora no recuerdo en cuál, pero no se me olvida su entusiasmo al esbozarme los planes, con ese tono de voz suyo, enardecido y pausado a la vez, y también susurrante; tanto que para compartir sus afanes tenías que acercarte a él hasta no poder dejar de reparar en los estragos que le habían infligido en la piel la enfermedad y el tiempo. No había una vez en que me lo encontrara, desde que el destino me regaló su amistad allá por los ochenta, en la que no anduviera con algo entre manos: una serie pictórica, una novela, un poemario, un cartel, un documental, un guión para una película, una película…

Por eso, cuando estudié a fondo en el Muñoz Seca el tema del Renacimiento no me costó encarnar en aquel señor al completo hombre renacentista que programara Castoglione en El Cortesano: "Que sepa pintar y dibujar; que sepa escribir y hablar bien, pero que antes de hacerlo, esté lleno de muchos conocimientos; que en todo sea prudente, más temeroso que atrevido y guardarse de darse a entender falsamente de lo que no sepa". Y así, siempre que pensaba en el modelo ideal de aquella época se me venía a la cabeza la figura discreta y sabia de Rafael Esteban Poullet, aquel tipo a contracorriente que abría las puertas de su casa de la calle larga, en los prehistóricos años de la Transición, a todo aquel en quien anidase la más mínima inquietud cultural. Por aquel patio aparecía de pronto Paco Bejarano, leyendo poemas de Las tardes; Ana Rosetti, encendiendo la noche con versos eróticos o Fernando Quiñones, relatando a carcajadas sus cogorzas con los flamencos de postín o pormenorizando, ufano, sus últimas caminatas con Jorge Luis Borges.

Y por eso me alegra que esta ciudad de políticos mediocres, de funcionarios pícaros, de culturetas en banca rota y de ciudadanos gravemente afectados por el virus de la apatía le haya puesto a su única biblioteca pública, a su casa de las palabras, el nombre de Faelo, la mejor forma de seguir con nosotros de alguien que jamás se tendría que haber ido. Un armónico grito de cordura ante tanto vociferante despropósito. Él, que hablaba tan bajito.

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