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Reír o no reír

Como nos descuidemos, nos imponen unaLey del Humorismopara la Ciudadanía

Tiemblen después de haber reído. No sé si es sano para una nación partirse el bazo al ver a su presidente haciendo el indio ante el mundo entero en un presunto encuentro con el presidente de Estados Unidos de unos quince segundos por un pasillo a la carrera. Porque además me temo que no es la risa de la vergüenza ajena o la de reír para no llorar. Es una risa franca, con ganas.

Lo primero que hay que reconocer es que la situación tiene gracia objetiva. Y que el mejor gag es el resumen del propio Sánchez: "Fíjese si me ha dado de sí porque hemos estado hablando de reforzar esos lazos militares que tenemos, sobre la situación en Latinoamérica y le he felicitado por la agenda progresista que ha puesto en marcha". Ja, ja, ja. Hasta cuesta encuadrarlo dentro de una de las grandes teorías del humor: rebosa. A bote pronto, parece entrar en la teoría de la incongruencia, defendida por Kant y Bergson. No es normal ver a un presidente de Gobierno asaltando a otro en un pasillo. Pero no cabe descartar la tesis freudiana de la liberación del subconsciente. ¿Teníamos la sospecha de que este hombre no es serio y ahora, al verlo confirmado, soltamos la carcajada de confirmación? Ojo con la teoría de la superioridad. ¿Nos reímos porque no somos presidentes del Gobierno ni tan guapos ni tan resilientes (Dios nos libre), pero no nos rebajaríamos así jamás?

Las razones para reírnos se nos amontonan, pero ¿deberíamos? Al fin y al cabo, es nuestro presidente. Quiero advertir que me lo he preguntado en serio. Y quiero añadir que me he respondido que sí. Ja, ja.

Primero, por orgullo nacional. La nación no se puede confundir con el Estado, así que mucho menos, con el Gobierno y casi nada con el presidente de ese Gobierno. Está bien que el mundo vea que los españoles -por tierra, mar y aire, quiero decir, por incongruencia, por subconsciente o por superioridad- nos reímos de ese señor. No lo bancamos.

También hay que reírse porque sería muy curioso que los adalides del cosmopolitismo y de las nacionalidades y de las fronteras abiertas quisieran ahora encerrar nuestro sentido del humor tras las líneas férreas de una dignidad nacional, imponiéndonos la adustez centralizada. Como nos descuidemos sacan una Ley del Humorismo para la Ciudadanía. Tenemos que reconstruir nuestra ridícula política exterior, sin duda; pero mondarnos de la pésima de ahora es una buena manera de empezar la reforma.

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