Reforzamiento cruzado

Si todo lo que hacen los niños nos parece bien, no les señalamos lo que hacen mejor

La Nochebuena nos tocó cenar (¡maravillosamente, por supuesto, faltaría más!) en la acogedora casa de mi suegra. Mis hijos mandaron al chat Máiquez, con la añoranza de la otra mitad de su sangre, unos villancicos cantados con enorme profusión de sentimientos. Ésta fue la inmediata respuesta de su tío Nicolás: «Dedicaos a estudiar fuerte…, muy fuerte…, pero muy, muy fuerte… No os dediquéis al cante. ¡Os lo suplica!, el tío Nico».

Me malicio que si ese comentario lo hubiese hecho alguno de mis cuñados, yo habría replicado de un respingo con lo de Chesterton: «Si vale la pena hacer una cosa, vale la pena hacerla, aunque sea mal». De hecho, Chesterton cinceló esa idea precisamente una vez que pasó por una iglesia y oyó cantar a la feligresía de una forma horripilante, pero le pareció excelente, porque cantaban dando gloria a Dios, el Misericordioso, y eso vale tanto la pena como recordar al abuelo paterno o a los tíos. El artículo donde lo cuenta se llama: «Gallo que no canta». Los villancicos disculpan algún que otro gallito.

Ahora bien, siendo el comentario de mi hermano Nicolás, al que he perdonado incluso sus devaneos peperos, me pareció maravilloso, ideal, cariñoso de verdad y muy educativo. Ha descubierto, frente a tanto reforzamiento positivo, el reforzamiento cruzado. La motivación tiene que venir con algunos motivos que la respalden. Con el (paradójico) fomento de la autoestima no fomentamos el desarrollo de los auténticos talentos estimables de las criaturas. El poeta Marcial (creo) decía de un crítico que alababa todos los libros que eso era lo mismo que no alabar a ninguno. Si cualquier cosa que hacen nuestros hijos recaba calurosos aplausos y ánimos indiferenciados, no se concentrarán «muy, muy fuerte» en aquello que hacen bien o podrían hacer bien.

El imprescindible Kierkegaard defendía la monogamia con este apasionante argumento: cuando una mujer y un hombre saben que no podrán estar con nadie más en el mundo, como si estuviesen solos en una isla desierta, ya harán por entenderse por la cuenta que les trae. Y en la mayoría de los casos, lo lograrán. ¿No ocurre lo mismo con una vocación o un talento profesional o artístico?

Por supuesto, el día de Navidad hay que cantar villancicos aunque resulten espeluznantes, pero para el resto del año está muy bien encontrar nuestro enterrado talento, y trabajarlo como nuestra única oportunidad, quemando las naves.

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