La tribuna

ana Carmona Contreras

Reforma, ¿qué reforma?

SI ha habido un tema recurrente en el escenario político de este verano que ya toca a su fin ése es el de la reforma constitucional. Los comentarios al respecto se han multiplicado por doquier en los medios de comunicación, ofreciendo opiniones y perspectivas para todos los gustos. El hecho es que estamos ante un debate que decae y recobra un inusitado pulso a causa de los bandazos protagonizados por el Gobierno. Animados por una suerte de baile de la yenka, según el cual se dan pasos adelante y atrás, no termina de perfilarse desde el partido gobernante una posición definitiva en tan sensible cuestión.

Para empezar porque ni siquiera se ha aclarado si existe voluntad o no para encarar la apertura de un proceso de cambio en la Constitución. Si a lo largo de la legislatura la línea constante fue la de una rotunda negativa, el período estivo ha traído consigo una sucesión de declaraciones de signo contradictorio. Abrió la serie el anuncio en la prensa a finales de julio de un preacuerdo entre Populares y Socialistas para modificar las funciones del Senado del que nada más se ha sabido. Inmediatamente a continuación, el ministro de Justicia manifestó la disposición del Ejecutivo a abordar un paquete de cambios de mucho más calado, incluyendo cuestiones como la modificación del orden sucesorio en la Corona, la distribución de competencias entre el Estado central y las comunidades autónomas o el aforamiento. Un decidido paso en este ciclo de apertura se produjo cuando el Presidente del Gobierno manifestó tanto su disposición a hablar del tema de la reforma como que su contenido podría ir en el sentido indicado por el informe del Consejo de Estado elaborado al hilo de la amplia propuesta formulada por Rodríguez Zapatero.

Esta tendencia aperturista, sin embargo, parece haberse truncado tras la negativa expuesta por el mismo Rajoy en el Congreso de los Diputados a finales de agosto, anunciando que la modificación de la Constitución no irá en el programa electoral del Partido Popular. Eso sí, en un ejercicio de prestidigitación política -no exento de un cierto cinismo- el Presidente ha declarado que no se niega a hablar del tema con quien quiera proponerlo en la próxima legislatura. Como justificación de tan abrupto cambio, se argumenta que no es momento idóneo para plantear cambios constitucionales, estando las elecciones catalanas en puertas y las generales a finales de año. Nada más lejos de la realidad: el hecho es que los inminentes comicios ofrecen la oportunidad ideal para que las fuerzas políticas muestren al electorado las ideas que propugnan en torno a una hipotética reforma. Máxime si se tiene en cuenta que el cambio de ciertos contenidos constitucionales (como el orden de sucesión en la Corona) se articula de forma compleja: en primer lugar, la voluntad de reforma ha de aprobarse por las Cortes con una mayoría de dos tercios. Cumplida tal exigencia, éstas se disuelven y se convocan elecciones, correspondiendo a los representantes elegidos debatir y aprobar los nuevos contenidos constitucionales. Superado el trámite parlamentario, la última palabra sobre la reforma corresponde a la voluntad ciudadana expresada en referéndum.

Siendo éste el íter obligado que ha de seguir el proceso de metamorfosis constitucional, resulta evidente que el final de la legislatura se muestra como el momento ideal para abordar dicha cuestión. No así, ciertamente, para abrir otros procesos legislativos imbuidos de indudable envergadura como es el caso de los Presupuestos o la misma reforma del Tribunal Constitucional, cuya aprobación en las postrimerías de la legislatura resulta políticamente inaceptable. En el caso de la reforma constitucional, sin embargo, tal consideración decae. Abrir dicho proceso ahora permitiría despejar la incógnita relativa a la existencia de una voluntad real de cambio, obligando a las fuerzas políticas con representación parlamentaria a posicionarse efectivamente, sin trampa ni cartón. De esta forma, la hoja de ruta para el debate sobre la reforma quedaría fijada abocando a los partidos contendientes a definir sus posturas en las inminentes elecciones. Definición especialmente necesaria en el caso de las fuerzas emergentes -Podemos y Ciudadanos- que a la luz de las previsiones electorales pasarán a condicionar decisivamente el escenario político a nivel nacional.

Habría, pues, que aprovechar justamente estos meses previos a las generales para abrir un debate fundamental tantas veces esquivado y brindar a la ciudadanía la oportunidad de conocer y calibrar las diversas opciones en liza. Desechar la ocasión presente supondría una nueva muestra del cortoplacismo político que inspira la acción del Gobierno en torno a un tema que exige justamente lo contrario: amplitud de miras.

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