CUANDO Gabriel García Márquez terminó de escribir "Cien años de soledad" le entregó el manuscrito a su amigo Álvaro Mutis para que le diera su opinión. Días después el autor de Maqroll se lo devolvió junto con un ejemplar de "Pedro Páramo" de Juan Rulfo y le dijo "ahí tiene usted, para que aprenda". "Cien años de soledad" quizás sea la más famosa obra de eso que llaman realismo mágico, que en realidad llevaba años escribiéndose en América con el nombre de lo real maravilloso por escritores como Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Roa Bastos , Lezama Lima y el propio Rulfo, pero la fama se lo terminó llevando la generación del llamado "boom" latinoamericano. Viene esto a cuento porque el otro día, en un debate en Cajasol, la admirada Ana López Segovia vino a decir, según crónica de Tamara García, que Cádiz era un lugar del realismo mágico, en una charla con uno de Barbate y otro de Algodonales. Con todo el respeto para estas dos poblaciones de la provincia, alguien de La Viña tiene tanto que ver con alguien de esos pueblos como con uno de Lebrija , de Ronda o de Puente Genil, por decir algo. Cádiz, en ese aspecto, por haber sido una isla durante tanto tiempo, tiene unas peculiaridades que no se dan en el medio rural andaluz. Desgraciadamente la ciudad cada vez es menos singular, cada día más adocenada, más pendiente de "La Isla de las Tentaciones" que de la literatura caribeña. Entre la televisión y los puentes sobre la Bahía la ciudad de Cádiz es menos original de lo que fue, aunque de vez en cuando salga esa originalidad como la mujer que dijo "voy a poner la lavadora que va a saltar el levante" según se citó, según parece, en el debate señalado. Cosa diferente fue el tiempo de los cantaores, los embarcaos, los pimpis, los diteros, los montañeses, los gallegos y los yunqueranos, pero de aquel tiempo ya no queda nada, un vago recuerdo para nostálgicos. Dicho lo anterior irrumpe con fuerza el realismo mágico estos días con las calles pintadas de colorines y la gente en cola para pedir un certificado de empadronamiento. Menos mal que los invidentes (antiguamente llamados ciegos) o los daltónicos no usan carnet de conducir, porque les sería imposible aparcar en Cádiz si tuvieran que ir mirando a la calzada para ver si está pintado de azul, naranja o verde. Aparte de los colores yo me hago un lío porque no sé muy bien la diferencia entre unos y otros. Los que fueron a por su papel al Ayuntamiento deben haberse enterado mejor porque supongo que disponer del certificado en cuestión debe proporcionar alguna ventaja que desconozco o no comprendo. Es una limitación mía, lo reconozco, pero eso sí, en lo concerniente a los colores parecemos Macondo o Comala .

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