Rajoy lo sabía y no lo quiso creer. Quizá porque el poder invita a los dirigentes a pensar que flotan. Rajoy tuvo tiempo y pudo dejarlo y hasta decidir el cómo, el cuándo y hasta quién le sucedería, cuando aparecieron los papeles de Bárcenas, por ejemplo. Pero en lugar de asumir su responsabilidad, animó al que creía su amigo a ser fuerte, y echó balones fuera cuando unos cuantos mensajes lo retrataron. Ni siquiera cuando le preguntaron si no tendría que pedir perdón, tras conocerse la demoledora sentencia de la Gürtel, el líder del PP, en un exceso de confianza, midió las consecuencias a fin de conectar con una sociedad indignada. Ajeno a la magnitud de su precaria situación, convencido de que el caso ya estaba amortizado electoralmente, Rajoy escuchó a cobistas y aduladores antes que a su conciencia, cuando lo cierto es que la trama está absolutamente anclada al PP. Ahora son legión los populares que piensan que, con ayuda de Cs, se regaló la presidencia al PSOE por no hacer las cosas bien y con contundencia, por pensar que todo estaba bajo control.

Rajoy avaló una conducta tibia frente a la corrupción con sus silencios y su falta de iniciativa, sin adivinar que quedaría expuesto. Cada vez que se le cuestionaba por un escándalo, en lugar de admitir su responsabilidad, solía pasar al ataque, sin entrar al fondo, para subrayar que generalizar acarrea injusticias. Venía a decir que no todos los políticos son iguales. Y es cierto. Tanto como que la mayoría no merece una crítica "a veces despiadada y errónea", como reseñó en su reciente visita a Cádiz. Lo que nunca aceptó el ex presidente es que la ciudadanía, harta de que los partidos vayan a lo suyo, metió a todos los políticos en el mismo saco de la corrupción hace tiempo. Y esta sensación ha calado hondo, sobre todo en lo que atañe al PP, porque Rajoy nunca dio un puñetazo sobre la mesa para erradicar a los corruptos de raíz, al precio que fuese. Al líder del PP le falló el olfato porque no pulsó la calle lo suficiente para entender las señales. Tal vez pensó, como Aznar en su día, que un país es como una enorme empresa en la que el presidente siempre estará a salvo si España crece al 3%, la tasa de paro vuelve a los niveles previos a la crisis y los españoles llenan los hoteles en vacaciones. Para su desgracia, su gestión económica brilló ante la crisis más cruda que se recuerda en la misma proporción que le faltó partido y Gobierno. Política, en una palabra, un relato convincente para vender sus logros y evitar sorpresas. Rajoy recibió el penúltimo aviso cuando rechazó ante el Rey someterse a la investidura y se sentó a esperar a que la izquierda, siempre tan dividida, se lo pusiera en bandeja.

Con un PSOE abierto en canal y enfrentado a Podemos, y ante el desvarío secesionista, el ex presidente gozó de una vida extra hace dos años. Pero entonces ya estaba sentenciado. Acostumbrado a jugar al borde del precipicio y a salirse con la suya, con la Gürtel no valoró el peligro que corría. A Rajoy jamás se le pasó por la cabeza que su final le llegaría con ETA derrotada y los Presupuestos amarrados. Un escenario soñado, que acabó en pesadilla por la ambición de Pedro Sánchez, inasequible y audaz, y la torpeza infinita de Cs, que se pasó de frenada, cegado por los sondeos. Un tanto sobrado, Rajoy minusvaloró a su rival y no quiso creer que el PNV le dejaría caer. Ni Sánchez las tenía todas consigo. El ex presidente sí tendría que saber de lo que son capaces unos y otros. Pero como no quiso verlo, deja el Gobierno por la puerta de atrás, porque un mal día olvidó que la gente vota a las personas, no a las cifras.

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