Vivo con una médica de familia del SAS. No soy imparcial, pero el corazón y la razón me dicen que es una gran profesional. Durante años la he visto traerse la preocupación a casa, he vivido su sufrimiento por un posible error, y compartido su alegría por haber acertado un diagnóstico y mejorado la vida de un paciente. Ni que decir tiene que me ha cuidado como al mejor de los suyos.

Prácticamente empezó el ejercicio de su carrera con la reforma sanitaria socialista, esa que hizo de la atención primaria un estandarte, que cambió los viejos ambulatorios por los modernos centros de salud, que consiguió la asistencia universal y que logró que los profesionales andaluces y españoles fueran los mejor formados del mundo. Una revolución ilusionante, una razón de ser y trabajar para médicas, enfermeros y sanitarios en general.

Durante todo ese tiempo, las preocupaciones de mi doctora eran los pacientes, las citas, las derivaciones a los diferentes especialistas, el acierto en prescribir medicamentos o pruebas, el seguimiento de familias enteras, el funcionamiento de los centros en los que ha trabajado.

Hace unos años, todo se empezó a derrumbar. Sus desvelos ya no son sólo por un diagnóstico a tiempo o por la duda de si la consulta ha sido bien llevada. Ahora la zozobra, que puede llegar a límites desquiciantes, es por la certeza de que es imposible llevar bien una consulta.

Desde hace tiempo, su lucha diaria no es sólo contra los virus, los bacilos o las bacterias, sino contra una administración que no suple las vacaciones ni las bajas y que paga peor que mal; contra usuarios convencidos de que sólo tienen derechos y los exigen, algunos con formas violentas; contra un tiempo cada vez más escaso por la mengua de personal; contra la sobremedicalización de esta sociedad hipocondríaca que está convencida, por ejemplo, de que hay que llevar al médico a la hija adolescente porque ha roto con el novio.

Ahora es una 'autolucha' contra la decepción por una profesión que corre el peligro de perder sentido, antes con los socialistas que, tras crear el sistema casi perfecto, lo abandonaron a su suerte, y ahora con un PP que sencillamente no cree en la sanidad pública. Ahora, esta médica enamorada de su profesión (aún lo está aunque lo niegue) casi sólo piensa en abandonarla, como la que se rinde ante un amor imposible y no correspondido. Y yo cada vez me resisto menos a darle el consejo tópico en estos casos: "Déjalo, no te conviene".

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