Jueves Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Jueves Santo y Madrugada en la Semana Santa de Cádiz 2024

Las relaciones entre los nacionalismos periféricos y los servicios de inteligencia extranjeros no son una novedad. Bien conocidos son los estrechos contactos que el PNV siempre mantuvo con la OSS y, posteriormente, la CIA. Durante los años de la II Guerra Mundial, los yankis llegaron a montar toda una red de curas abertzales para controlar la frontera con Francia -muchos campanarios fueron antenas- y, en América del Sur, los centros de emigrantes y exiliados vascos se convirtieron en núcleos muy activos en la guerra sin cuartel que la CIA mantuvo contra el comunismo. Incluso, nuestro precario nacionalismo andalusí tonteó con la Libia de Gadafi y alguno de sus prohombres acudió a Trípoli para buscar maletines con los que sufragar su causa. También lo hizo un conocido militar subversivo, uno de los últimos representantes de la tradición conspiradora del Ejército español, el coronel de Caballería Carlos de Meer. Sobre las romerías de las izquierdas a la Rumanía de Ceausescu (como todos sabemos un ejemplo de democracia avanzada) durante el tardofranquismo se han escrito cientos de páginas.

Pero todos estos escarceos con los servicios extranjeros nunca pusieron verdaderamente en riesgo la seguridad nacional, como sí lo hizo la turbia relación entre el independentismo catalán y los espías rusos. De que Putin intentó usar el procés para desestabilizar España y Europa no hay ninguna duda. Fueron muchos los avisos que se dieron en su día sobre la frenética actividad de robots rusos para apoyar a la causa lazi en las redes o la presencia en Cataluña de distintos miembros de los servicios secretos rusos. Incluso algún descerebrado (aquellos días abundaban) llegó a fantasear con convertir el nordeste español en una especie de protectorado eslavo. A todo ese asunto se le echó tierra deliberadamente desde Madrid (y no digamos desde Barcelona), pero ahora, como los cadáveres mal enterrados, vuelve a emerger gracias a la guerra descarnada que existe entre las distintas facciones del soberanismo catalán. Como en los cuentos infantiles, los malos siempre terminan disputando entre ellos. Ver a un caballero como Rufián pelearse a dentelladas con otro gentleman como Joan Sánchez puede no ser muy edificante ni moderado. Pero, a qué negarlo, produce cierta diversión culposa.

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