Con la venia

Fernando Santiago

Pulseritas

 SI hoy viéramos a un tipo sacar unos polvos de una caja, ponerlos en el dorso de la mano y esnifarlos tendríamos el peor concepto de él aunque hace 200 años era algo normal entre las clases altas. De la misma manera hubo un tiempo en que había lugares reservados y de acceso restringido para el consumo de café (¡y de chocolate!) o fumaderos de opio. En el siglo XVIII los marineros que iban por el Pacífico Sur observaron la costumbre que tenían la mayoría de las tribus polinesias de pintase la cara con marcas indelebles en algo que  luego en español se llamó tatuaje y que en inglés era tatoo en una traslación fonética de la palabra que designaba tal costumbre. De las tripulaciones de los barcos que iban al Pacífico pasó a una moda carcelaria y  entre los legionarios. Era visto como algo propio de gente excluida. Hasta que alguna chica pensó que podía resultar sexy ponerse un pequeño tatuaje en un sitio reservado de su cuerpo (¿las Spice Girls?). Ahora muchos chavales lucen tatuajes y a  una gran cantidad de deportistas ya no les queda sitio en el cuerpo donde ponerse todo tipo de dibujos, marcas y frases con la simbología más rebuscada. Algo parecido podemos decir de los que la gente llama piercing (pirsin): anillos y todo tipo de férulas insertados por orejas, nariz, lengua, ombligos , pezones y sitios peores. Es visto por muchos jóvenes (y algunos que quieren parecerlo) como un gesto de rebeldía o de pertenencia al grupo. Así son las modas y las costumbres: saltan de un sitio a otro y cambian de significado. Los más viejos nos resistimos a aceptar ese cambio de significado y seguimos viendo piercing y tatuajes como algo vulgar y feo. Es el ejemplo de que nuestro tiempo se acaba y de que la nueva generación actuará movida por sus propios criterios. Así que observamos costumbres en los jóvenes que nosotros considerábamos en nuestra juventud como reprobables. 

Lo que puede tener explicación entre los jóvenes como una tendencia o un grito de rebeldía en personas de más edad (los que ya estamos en la edad provecta ) resulta patético y  fuera de lugar: querer ser o aparentar lo que ya no somos. La dignidad y el sentido del ridículo debería ser asunto de obligado cumplimiento a partir de los 40, momento inequívoco de que la juventud ya pasó y de que uno debe actuar como un adulto. He de decir que hasta el pelo colorao en mujeres maduras me parece extemporáneo, a riesgo de me saquen la piel a tiras.

El colmo de los colmos son las pulseritas que se han puesto de moda entre los hombres mayores con todo tipo de significados, a cual más absurdo: que si la suerte, que si la salud, que si me lo puso no sé qué tribu en no sé qué safari o expedición turística o, en el colmo de los comos, la banderita española. Ayudó a su popularización José María Aznar, que llevaba  unas cuantas en una actitud bastante impropia con su papel. Varias pulseritas de cuero en la muñeca si las llevara un pibe resultaría gracioso pero en un pureta es un pelín ridículo. Sin ninguna duda cada vez me hago más cascarrabias, y eso que me han puesto a mí una de goma por si termino de perder la cabeza y no encuentro mi casa.

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