Braulio Ortiz Poole

Pícnic en la Escuela Moderna (1)

Braulio Ortiz Poole es periodista especializado en temas de cultura y trabaja para el Grupo Joly. Entre otros libros ha publicado la novela 'Francis Bacon se hace un río salvaje' -con la que obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa- y los poemarios 'Defensa del pirómano', 'Hombre sin descendencia' y 'Cuarentena'. Sus historias han sido seleccionadas para las antologías 'Mutantes. Narrativa española de última generación' y 'Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español (2001-2010)'. En 2016 volvió a las librerías con su novela 'La fórmula Miralbes', editada por el sello Caballo de Troya.

EL sorprendente trabajo de los investigadores de la Universidad de Innsbruck, en Austria, nos lleva a deducir que la vida reserva lecciones inesperadas, como el hecho de que el nombre de Solomon Gundy responda en realidad a un paté jamaicano de arenques o la enseñanza de que poseer coches de lujo, estar rodeado de cuerpos esplendorosos semidesnudos y beber todo el rato combinados de alcohol y fruta no proporciona la felicidad, aunque sí te coloque en el rostro una inevitable sonrisa de arrogancia.

Aquí va la revelación que sin duda les sacudirá: pese a que su historia se suele ubicar en los territorios de la actual Damasco, Abel y Caín procedían de un enclave que sentirán más cercano, lo que ahora conocemos como España. Al parecer, según informan desde el laboratorio que analizó los restos, uno de los hermanos fue enterrado con la camiseta del Real Madrid y el otro con la del Barcelona. (Más de uno estará pensando que ser seguidor de un equipo de fútbol no se puede tomar como prueba para precisar la nacionalidad de alguien, pero Caín y Abel tuvieron el detalle de enterrarse con el pasaporte, lo que facilitó abordar los estudios posteriores sin posibilidad de equívoco).

Quizás con la intención de que quienes recuperaran su cadáver supieran de la culpabilidad de Caín, o quizás para que alguien leyera así un texto que no interesó a nadie en vida de su autor, Abel el acusica pidió ser sepultado junto a un legajo grasiento con manchas de hidromiel y sangre de ciervo, su diario. En sus páginas, Abel definía la seguridad de carácter de su enemigo y hermano con una imagen tan poderosa como picantona: "Podía hacer el amor con los calcetines puestos sin sonrojo", decía de su rival. Abel, entretanto, nos confiesa que sólo mantenía relaciones "cubierto por un traje de buzo" debido a la blancura extrema de su piel.

(Ese agrado con el que Caín contemplaba su cuerpo podría confirmar uno de los episodios que se cuentan en la Secta del Primer Hombre, donde sostienen que nuestro antagonista apareció mostrando un torso moreno y musculado en un anuncio de slips, una participación criticada por los defensores de la hoja de parra, quienes sólo perdonaban la excepción a esta prenda en equipamientos de fútbol.)

En un fragmento de su diario, el joven Abel acusaba de su malaventura directamente a su madre, Eva, que, según la versión de su vástago, se acostumbró a las sustancias poco recomendables después de morder la manzana prohibida y entre otros vicios inhalaba migas de pan ácimo. "Está todo el día besando a Caín y halagando sus rasgos apolíneos", escribió el hijo, "y sin embargo sólo se dirige a mí para pintarme la cara con betún de Judea cuando estoy durmiendo la siesta".

Abel el lastimero pudo seguir quejándose de su infortunio después de que llamara al timbre una vendedora de cosméticos y él pensara que era la chica más maravillosa de la Tierra. "Le compré una base de maquillaje, un esmalte de uñas, una crema hidratante y un lápiz de ojos, a pesar de que quedaban demasiados meses para Halloween", relata entre sus impresiones, que se pueden leer en el manuscrito que conserva la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial. "Pero Caín no entendió que aquél -prosigue- era el amor de mi vida y también se le antojó esa mujer: adquirió una mascarilla para la piel y otra para el cabello, un gel exfoliante y quince alargadores de pestañas. Yo perdí los papeles e intenté asfixiar a mi hermano en una nube de colorete, pero él me introdujo un pintalabios en el ojo y se fue a copular con la joven".

La falta de éxito con las chicas y la rabia porque Caín y Eva organizaban fiestas temáticas a las que él no estaba invitado empujaron a Abel a la literatura, pero en la editorial Génesis, la única que había abierto por entonces, rechazaron publicar "las notas inconexas de un llorica", por lo que tuvo que centrarse en el pastoreo y olvidarse de sus ambiciones intelectuales.

Inmortalizado como hombre de buen corazón, Abel se perfila sin embargo, por los testimonios reunidos últimamente, como un compañero incómodo: un intenso y un pusilánime.

También hay discrepancias sobre su muerte y no está tan claro que fuera un asesinato: al parecer, Caín activó por control remoto una avioneta de juguete y, no se sabe si como accidente o travesura, la estrelló contra el rostro de su familiar. La víctima interpretó que aquel artefacto era un abejorro ardiendo y falleció súbitamente de un infarto, perplejo por no haber logrado saber cuál era el sentido de la vida y tener que apechugar también con una equívoca muerte. Un periódico local aseguró en la sección de Ecos de sociedad que en la recepción posterior al entierro Eva y el hermano del fallecido bailaron hasta el amanecer, y que ninguno de ellos dio muestras de profundo pesar ante la pérdida.

Tras su fallecimiento, Abel sería recordado por la hermandad de los magnánimos, quienes creían en la bondad como una energía que puede arreglar el horno, y Caín tendría sus adeptos en quienes juzgaban que su hermano tergiversaba los hechos por culpa de una susceptibilidad sin límites. Y, a partir de entonces, España siempre anduvo dividida en dos bandos: los que anunciaban slips y los que no se quitaban la rebeca, o los que opinaban algo y los que se mostraban totalmente en contra.

Los hermanos Llopis, los protagonistas de nuestro relato, encarnan a la perfección esa penosa herencia.

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