Relato de verano

Sara Mesa

Perrita Country (3)

¿Es posible la convivencia entre El Ujier, un gato arisco y gordo, y Perrita Country, una perra enferma recogida de un refugio? La narradora de esta historia se ha empeñado en conseguirlo, a pesar de todas las dificultades evidentes. El paulatino acercamiento de los dos animales bajo la supervisión de su dueña crea un triángulo de temores, deseos y ansiedades que es una alegoría de la convivencia pacífica en fronteras ajenas. De momento, Perrita Country va a iniciar una etapa de prueba para dejar de manifiesto que todos los caminos siempre se hacen paso a paso.

PRIMER día. Me recomiendan que ni siquiera se vean. De momento, bastará con que se huelan a distancia. Aun así, estoy inquieta. A saber qué se dicen con ese lenguaje del que nosotros, los humanos, apenas sabemos. Esos sintagmas odoríferos, quién eres, qué haces en mi casa, por qué has venido, acaso piensas atacarme, soy una perra rara, soy un gato guapo.

Subo a Perrita Country en el coche. Viene de buen grado, pero jadea, se levanta de vez en cuando, mira un tanto apurada por la ventana. Por el espejo retrovisor se cruzan nuestras miradas: la mía, ansiosa; la suya, interrogante. Al llegar a la puerta de mi casa, se detiene de golpe. No sé si no quiere entrar o si está esperando que le dé permiso para hacerlo. Vamos, susurro, vamos pequeña… La meto de inmediato en el salón. Todas las puertas están cerradas. El Ujier, fuera, detectará enseguida la presencia de la intrusa.

Le paso una toalla por el lomo; le froto las orejas, el hocico, las patas, y se la llevo a El Ujier, que la olfatea con detenimiento, ligeramente erizado. Mientras tanto, a ella le he dejado la mantita de él, llena de pelos -cómo no- y, para mi olfato analfabeto, libre de todo olor. Como todos los gatos, El Ujier no huele a nada, salvo que se revuelque en la ropa recién lavada -costumbre que creo que mantiene únicamente para exasperarme-, exhalando entonces aroma a suavizante, flores, jabón de Marsella, colonia infantil. Oh, sí, los perros huelen más y peor, es lo que parece estar pensando El Ujier ahora, cuando se retira al fin, reculando, ladeado, dando a entender que ya ha olido suficiente, actitud aristocrática y despreciativa la suya.

A través de la pared continúa el intercambio de impresiones. Perrita Country da vueltas por el salón, reconociendo el territorio. Se aproxima con cautela a la puerta, el hocico pegado a la rendija inferior, las orejas tensas, en actitud de alerta. Al otro lado, se oyen los maullidos de El Ujier, insistentes. También hay que ponerse en su pellejo, pienso. Desde que llegó a esta casa, con apenas dos meses de edad -era sólo una bolita con diminutas uñas afiladísimas y mucha, muchísima hambre-, no ha conocido otro mundo que su pequeña y limitada existencia entre muros. Sin duda, está aterrado.

Por la tarde, saco a pasear a Perrita Country. Noto enseguida que está feliz de salir de la casa. Claramente, pienso, quiere irse de allí, y eso me entristece. Quedo con una amiga, que la observa de reojo, un tanto -me parece- desconfiada. Perrita Country jadea demasiado, tiene el hocico seco, su alteración se sale fuera de lo normal, da la impresión de ser realmente vieja -más todavía de lo previsto- o quizá su enfermedad es más grave de lo que me dijeron. Contándole a mi amiga los avances del día, noto como mi propio entusiasmo se desinfla, y me asolan las dudas. ¿A cuento de qué meterme en estos líos? Ni El Ujier ni Perrita Country parecen ganar nada y a mí, bueno, de niña siempre me llamaron cabezota.

Segundo día. Por fin van a verse las caras. Me dicen que es mejor que a ella la mantenga atada, por si acaso. Después de todo, Perrita Country es medio bretona, su carácter apacible y sumiso no anula por completo su alma cazadora, capaz es de correr detrás del gato, darle alcance. Mientras le pongo el arnés y la correa, me doy cuenta de que le estoy transmitiendo gran parte de mi angustia. Perrita Country alza la mirada -¡qué pestañas!- y parece preguntar: ¿qué es lo que viene ahora?

Abro la puerta. Tengo la sensación de que entrará corriendo un toro bravo y que nosotras tendremos que saltar la barrera de inmediato. Pero El Ujier primero asoma las orejas, después la cabecita y, por último, entra con lentitud, atemorizado, curioso, el lomo algo arqueado, las pupilas enormes, cauteloso. Se miran fijamente. Un duelo de miradas en toda regla, pienso con el corazón en vilo. ¿Clint Eastwood y Lee Van Cleef en La muerte tenía un precio? No, no, nada de eso. Aunque a mí me parece larguísima, la mirada cruzada ha debido de durar tan sólo unos segundos, un segundo, medio segundo. Perrita Country baja la cabeza enseguida en muestra de su sumisión, mientras el Ujier se aproxima. Quiere verla de cerca, aunque en realidad está cagado. Lo conozco muy bien, conozco esa manera de avanzar, de posar las patitas con cautela, a ras de suelo. Los latidos se me aceleran ahora, es imposible que ellos no lo noten. Pero, ¿por qué tengo tanto miedo, si lo que estoy viendo no me da argumentos para tenerlo? Tanto El Ujier como Perrita Country mantienen su actitud pacífica; ella más entregada, él quizá más fisgón, pero sin agresividad. No hay ladridos, no hay lomos erizados, no hay saltos a traición ni mostración de dientes ni gruñidos. ¿A qué viene entonces tanto temor, tantas prevenciones? ¿Por qué pesa siempre más lo leído, lo escuchado, lo una y mil veces repetido, lo fijado por la no siempre sabia sabiduría popular -llevarse como el perro y el gato; el perro y al gato nunca en el mismo plato- que la experiencia propia, que lo que estoy viendo ahora mismo con mis propios ojos? El Ujier está ya solamente a unos centímetros de Perrita Country. Arruga su naricilla rosa, olisquea un poco más y después se da la vuelta, parsimonioso y solemne, fingiendo indiferencia.

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