NI siquiera el hiperpresidencialista Antonio Muñoz o el oscurísimo clan de los italianos, enemigos declarados de la transparencia, llegaron a actuar como lo hizo ayer Manuel Vizcaíno. Su positiva aportación en distintas parcelas del club no le concede patente de corso para tomar decisiones caprichosas e injustificables como la de vetar la asistencia a la junta de accionistas a los representantes de los medios de comunicación. El egocentrismo del presidente del Cádiz, que entre otras lindezas tiene prohibido a los restantes consejeros hablar con los periodistas incluso después de los partidos, le está llevando a embarrarse de vez en cuando hasta el cuello. La continua adopción unipersonal de medidas conlleva el problema de que nadie -en este caso los demás consejeros del Cádiz- se atreve a asesorarle, llevándole la contraria, cuando va a meter la pata.

La junta de accionistas de ayer no era la de un gran banco o la de una poderosa multinacional. Era la de un club de fútbol muy especial, al que muchísimos miles de gaditanos llevamos en el corazón desde la mismísima cuna. Es algo muy diferente a una sociedad anónima cualquiera. Por eso no son admisibles comportamientos propios de sociedades anónimas frías e impersonales, caracterizadas únicamente por el afán de lucro. Con todo ello, ojalá Vizcaíno se convierta en multimillonario gracias al Cádiz porque eso sería buenísima señal.

Por un asunto familiar de gran importancia no pude acudir a la junta. Soy uno de los pocos periodistas que poseen a su nombre cinco acciones, lo cual me hubiese facultado para quedarme dentro firmando el obligatorio acuerdo de confidencialidad. Creo que por la tarde me habría olvidado de ese papel, prefiriendo informar a todos los cadistas que leen Diario de Cádiz de lo ocurrido en la junta. Con pelos y señales. Aunque a estas horas me estuviese buscando la Guardia Civil por faltar a mi compromiso.