UN amigo me escribía alarmado por cómo se está destruyendo la convivencia en España, y me pedía que escribiera algo para hacer frente a ese dolor, suyo y de muchos otros. Difícil encargo que acepto, consciente de no poseer ninguna inédita piedra filosofal.

Me preocupa mucho el ejemplo que los adultos damos a las nuevas generaciones. ¿Qué mundo estamos dejando a nuestros hijos? Y, habida cuenta de las lecciones que éstos reciben, ¿qué hijos estamos dejando a nuestro mundo? Por más que padres y educadores tratamos de hacerles crecer en el respeto de valores importantes, muchas veces la sociedad promociona el engaño y la ley del más fuerte. Mi amigo, que es educador, no se da por vencido. Y, rotundo, proclama: "¡Que no cuenten conmigo para formar gladiadores para el Coliseo! ¡Yo formo ciudadanos para el ágora de la polis!".

Admiro a mi amigo y estoy de acuerdo con él. ¡Solo el diálogo y el respeto a la ley nos sacan de la selva! Por eso reclamo que la ley y diálogo sean las señales que marquen el camino de España en todos sus asuntos, los grandes y los chicos. Desde luego, en el grave conflicto planteado en Cataluña, pero, también, en otros temas donde debemos buscar juntos lo mejor para todos. La educación, la reforma laboral, la inmigración, etcétera, lo exigen y reclaman. "Con todos y para el bien de todos", decía Martí.

Afirmo, sin titubeos, que la ley debe defender la unidad de España. Pero afirmo también que ella sola no basta porque no es capaz de ganar corazones y conjuntar voluntades. ¡Solo el entusiasmo por un ideal común compartido podrá hacer que surjan lazos que mantengan viva y fecunda esa unidad! Necesitamos el desafiante proyecto de una España justa, respetuosa e igualitaria hacia dentro; y activa y solidaria en la construcción de un nuevo orden mundial. Pero para eso hace falta diálogo y no bronca. Y hombres y mujeres grandes, capaces de proponer horizontes de esa envergadura y con autoridad moral para hacerlo. ¡Ojalá los tengamos!