Antes, mucho antes, cuando se caminaba por la calle, era prácticamente imposible adivinar los pensamientos de las personas que se cruzaban en el camino. A lo sumo, con alguna mirada, se podría intuir una cara de preocupación, alguna lágrima, alguna situación angustiosa al descubierto por las prisas en el andar o la alegría de alguna buena noticia inesperada. Pero entonces, el caminante se traía la preocupación, las lágrimas, la angustia o la alegría desde su propia casa, que es donde estaba el teléfono en el que siempre se han recibido las buenas y las malas nuevas. Pero ahora, ahora mismo, uno puede ir por la calle escuchando la conversación que cualquier ciudadano mantiene a través de su móvil. Y ahí, los pensamientos son públicos: la preocupación, las lágrimas, la angustia o la alegría se enarbolan sin tapujos, a veces a grito vivo, y las penas, o sea la procesión, ya no sólo van por dentro.

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