La manida acusación al Parlamento español de hallarse muy alejado de la realidad de la calle contiene una indiscutible dosis de hipocresía. El conjunto de diputados y senadores no deja de ser, en realidad, una especie de espejo de nuestra sociedad. La galopante corrupción, que ha manchado tanto a miembros de las Cortes como a políticos con cargos de menor rango, se produce en un país donde muchísima gente considera que es carajote quien no intenta engañar a Hacienda y donde dar coba a las compañías de seguros se ha convertido en una costumbre. Pero cada día surgen nuevos comportamientos miméticos, como el de aquellos -los hay a manojitos en las urbes- que añoran la extinguida Unión Soviética y odian todo lo que huela a estadounidense pero luego se atiborran de Coca-Cola. En España, además, abundan los macarras. Uno de ellos, Gabriel Rufián (¿apellido o apodo?), se sienta en un escaño del Congreso.

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