En tránsito

eduardo / jordá

Palos de ciego

RESULTA muy instructivo leer los comentarios que se hacen en las ediciones digitales de las publicaciones on line, porque reflejan muy bien cómo hacemos las cosas y con qué actitud nos enfrentamos a los sucesos de la vida pública. Hace unos días, un niño de seis años que estaba de excursión en una granja escuela, cerca de Madrid, murió por un choque alérgico. El niño era alérgico a los derivados lácteos, y además era asmático, y las primeras noticias decían que había muerto a causa de un yogur. Esto era todo lo que se sabía, nada más, pero de inmediato empezó la catarata de los comentarios.

Para empezar, muy poca gente se acordó del terrible dolor que había sufrido la familia de este niño. Eso no parecía importar a nadie, como tampoco parecía importar la terrible experiencia que habían vivido los monitores de la granja escuela y los profesores que acompañaban a los niños. Para nada. Tampoco había un mínimo de reflexión o de calma que permitiera un análisis racional de lo que había pasado. En absoluto, porque de golpe empezaba el torrente de acusaciones histéricas y de gritos que señalaban con el dedo acusador, en nuestra vieja tradición hispánica del tribunal -popular o jerárquico- que acusa a un condenado sin darle las más mínimas garantías jurídicas. Algunos comentarios, sin tener ninguna prueba, acusaban de negligencia criminal a los monitores y a los profesores. Otros comentarios acusaban al Gobierno por los recortes, ya que todo se había debido a la pérfida conjura neoliberal que asesina a los pobres ciudadanos de Europa. Otros acusaban a los fabricantes de yogures. Y otros, en fin, incluso acusaban a los padres del niño, a los que consideraban unos irresponsables por haberlo dejado ir a una granja escuela.

Todo esto es asombroso. Cuando se emitían todas estas acusaciones, no se habían investigado las causas de lo que había pasado. Tampoco se conocían los resultados de la autopsia, ni lo que el niño había comido o había hecho, pero aun así, a ciegas, docenas de personas se permitían emitir juicios inapelables en los que se establecía una causa y un culpable al que se le dictaba sentencia sumarísima. Nadie se paraba a reflexionar, nadie -o sólo una minoría de personas- se permitía analizar los hechos con frialdad y rigor. Y por desgracia, nuestra vida política -y periodística e intelectual- es exactamente igual: una turbamulta de gritos histéricos entre los que apenas se pueden oír los susurros de la razón, sólo eso, palos de ciego.

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