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NO ha podido Mariano Rajoy convencer a María San Gil de que siga dirigiendo el Partido Popular en su tierra. La verdad es que no podía convencerla de ninguna manera porque la decisión estaba tomada de antemano.

Por dos razones. Una, porque la valerosa líder vasca le había emplazado a ganarse su confianza de aquí al congreso, caso singular en la vida política en que es el subordinado quien exige al jefe que le demuestre que es de fiar. Dos, porque María San Gil ha visto cómo su órdago no era secundado por la mayoría de los líderes del PP vasco.

A la renuncia de San Gil ha seguido inmediatamente la baja en el partido de José Antonio Ortega Lara, militante desde 1987, el hombre que estuvo casi año y medio agonizando en un zulo de ETA. Tanto San Gil como Ortega Lara despiertan en la opinión pública una simpatía y solidaridad a las que ni de lejos puede aspirar Mariano Rajoy. Ahora bien, que sean capaces de provocar sentimientos tan nobles, y merecidos, no convierte en correctos sus planteamientos políticos. Lo que está detrás, o incluso delante, de su defección de Rajoy, es decir, la idea de que éste traiciona los principios populares, no se sostiene.

En materia de terrorismo, por ejemplo. Con el Gobierno arrepentido del proceso negociador con ETA, combatiendo con firmeza a la banda, rechazando el delirio soberanista de Ibarretxe y dispuesto a aplicar la Ley de Partidos a cualquier variante del brazo político del terror, ¿qué otra cosa puede hacer Rajoy sino apoyarlo, después de pasarse una legislatura exigiendo eso mismo a Zapatero? Más discutible puede ser la moderación que Rajoy pretende imprimir al PP en sus relaciones con los nacionalistas, pero esta finta más bien estratégica poco tiene que ver con los principios, consagrados en la ponencia política tal y como exigía María San Gil.

Los errores de Mariano los veo yo más bien en la gestión de esta crisis poselectoral, en la que ha pisado demasiados callos y prepara un equipo de gente muy leal -a él-, pero poco experimentado. Tenía que hacer una profunda renovación, como la que hizo Aznar en su día, para consolidar su liderazgo, pero que le den la espalda al mismo tiempo Aznar y Zaplana, Acebes y Esperanza Aguirre, San Gil y Mayor Oreja, y que Rato no quiera hablar contigo (esos nombres llenan toda una época de la historia del PP) desestabiliza muchísimo. El problema no existiría, en todo caso, si Mariano Rajoy no hubiera perdido dos elecciones generales seguidas tras haber sido designado a dedo. Ahora ha de ganarse su legitimidad en un congreso que ya se celebra bajo el signo de la división, el descontento y la desorientación. Saldrá reelegido, pero no indemne.

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