Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Nudistas

Sigue coleando la polémica provocada por la ordenanza del Ayuntamiento de Cádiz que prohíbe el nudismo en las playas de la ciudad. Y uno, que es veraneante más bien de secano, por poco se pierde esta magnífica ocasión de declararse en contra o a favor de la medida; es decir, para proclamarse campeón de las libertades (considerando como tal la de tomar el sol en cueros) o adalid de la decencia, según. En esto del articulismo, quien no hace amigos es porque no quiere.

La verdad es que, desde los años sesenta, intentar imponer o prohibir algo en lo que a cuestiones de decencia indumentaria se refiere resulta más bien inútil: lo que unos prohíben otros se adelantan a autorizarlo y fomentarlo, ya sea por principios o para sentar plaza de modernos y obtener los correspondientes beneficios (políticos, económicos, etc.) que puedan generarse. Lo mismo puede decirse de quienes, en tiempos de costumbres fluctuantes, intentan acotar espacios de incontestado apego al orden moral que creen amenazado. Entre otras cosas, porque nadie sabe dónde fijar los límites. Hoy día, resulta normal que una mujer tome el sol con los pechos al aire. Pero seguramente esa misma mujer encontraría improcedente sentarse de esa guisa en la terraza de un bar. Un pulcro oficinista no tiene inconveniente en lucirse con un sucinto slip de nadador, pero probablemente se sentiría indeciblemente avergonzado si lo vieran en público con los calzoncillos de fantasía que lleva bajo la ropa de calle… Todo es cuestión de contexto, y de los consensos tácitos que se establecen en esos contextos. En los últimos lustros, por ejemplo, hemos visto como la aludida moda del topless ha ido imponiéndose en las playas: primero, con timidez, y sólo en determinadas zonas, en las que las partidarias de esa práctica se concentraban para oponer el peso de su número al acoso de los mirones. Ahora esas precauciones resultan innecesarias. Lo mismo puede decirse de los pequeños grupos que se reúnen para practicar el nudismo en playas muy concurridas: sólo el tiempo dirá si consiguen dar carta de normalidad a esa práctica o, por el contrario, terminan replegándose a parajes más discretos y cómodos para ellos.

Tal vez todo se reduzca, en el fondo, a una cuestión de educación. Y, por lo mismo que es ésta la que nos dicta que no hay que vestirse igual para una boda que para una barbacoa, debería bastar también para decirnos que, por lo general, no resulta apropiado lucirse en bolas donde predomina un público que manifiestamente se siente molesto por esa práctica, como resulta indiscreto pasearse vestido por una playa donde todo el mundo se baña desnudo. Y será también la buena educación, en fin, la que dará carta de naturaleza a los espacios intermedios donde unos y otros decidan libremente mezclarse. Si acaso, uno es partidario de estos últimos.

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