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SI algo no ha sido nunca el escritor jiennense Antonio Muñoz Molina es un intelectual de banderías; progresista, no ha evitado, sin embargo, realizar críticas a aquellos que entienden la vida política de un país, el que sea, como un teatro maniqueo de buenos y malos eternos. Sus aproximaciones a la Guerra Civil, por ejemplo, estarían más en la línea de un Manuel Chaves Nogales, un republicano que, sobre todo, abominó del enfrentamiento cruel entre españoles. Otro grupo de intelectuales solicitó, mediante una carta pública, que Muñoz Molina no recogiese el Premio Jerusalén, un galardón literario que se otorga de modo bianual a personas que defienden la libertad del individuo en su obra. Entre los firmantes, figuraban intelectuales de medio mundo, caso de Stéphane Hessel, el cineasta Kean Loach, Roger Waters o el también poeta andaluz Luis García Montero. Todos ellos entendían que la aceptación del galardón es una forma de Muñoz Molina de colaborar con la ocupación de Israel de Jerusalén Este, de Cisjordania y de avalar los nuevos asentamientos judíos en la zona.

Muñoz Molina recogió ayer el premio sin ningún atisbo de dudas, y se mostró contento de hacerse con un galardón que han recibido cinco Premios Nobel, entre ellos, el matemático Bertrand Rusell, un paradigma de librepensador. Los argumentos del jiennense no pueden ser más nítidos: no se considera cómplice de las ocupaciones de los gobiernos israelíes; es más, rechaza las incursiones en Cisjordania y sabe del terrible drama de Gaza. Pero son dos hechos distintos: uno, mostrarse en contra de la política de un determinado Gobierno -Israel es una de las pocas democracias de la región- y otra, bien distinta, rechazar la propia existencia de un Estado que se fundó para solucionar las persecuciones milenarias del pueblo hebreo. El autor de Sefarad no es un sionista, pero conoce bien, por su condición de español, el destierro que sufrieron judíos que también eran tan españoles como él hace cinco siglos. Israel tiene derecho a existir, del mismo modo que Palestina, que hace unos meses consiguió la condición de Estado observador de Naciones Unidas. Éste debiera de ser un debate superado, o al menos eso parecía: ambos países deben coexistir, lo que no impide que a veces haya que ser críticos con el trato que el Ejército de Israel da a los habitantes de Gaza, recluidos en un franja de condiciones inhumanas, o que la expansión de nuevos asentamientos en Cisjordania sea una amenaza a una paz débil. Hizo bien Muñoz Molina, e Israel, como mantenían sus críticos, no es la Sudáfrica del apartheid.

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