Columna de humo

José Manuel Benítez Ariza

Micciones

NO, no es que haya experimentado una regresión a esa etapa de la infancia en la que uno se deleitaba en repetir “pipí, caca, culo”. No. Es sólo que he visto la nota de prensa en la que el Ayuntamiento gaditano se ufana de su intención de instalar doscientos sesenta y nueve urinarios callejeros con motivo de los carnavales. Es legítima esa ufanía: igual que hay quien se ocupa de impulsar la construcción de hermosos jardines, o de promover ciclos de conciertos, ha de haber quien se encargue de disponer mingitorios. Los hay, incluso, en esos jardines y auditorios a los que acabamos de referirnos, porque, allí donde se congrega un cierto número de personas, hay que prever las humanísimas necesidades que éstas experimentarán durante el intervalo en el que permanezcan reunidas, y eso se aplica lo mismo a las descontroladas juergas del carnaval, con su dispendio alcohólico y cervecero, que a las morigeradas concentraciones de melómanos, pongo por caso. E incluso a veces ni siquiera hace falta una multitud. El célebre cineasta y director teatral Ingmar Bergman confesó en sus memorias que padecía incontinencia intestinal, y que lo primero que exigía cuando lo llamaban para dirigir un espectáculo era que le instalaran un retrete entre bambalinas. Si no, podría haberle pasado lo que a la reina Isabel II, que sintió una urgencia –dicen– cuando se dirigía a Cádiz y, para satisfacerla, hubo de apearse en cierto apartado paraje que desde entonces es conocido como Meadero de la Reina.

En previsión, en fin, de que a miles de personas pueda pasarles eso durante los carnavales, el Ayuntamiento ha ordenado instalar esos doscientos y pico retretes en determinados lugares estratégicos. Pasa uno junto a ellos y no puede dejar de experimentar cierta melancolía. Es la otra cara de la moneda: por un lado, el colorido, la música, la alegría real o impostada de los celebrantes, la exaltación de los entendidos; por otro, esos rincones apartados, que ni la más avanzada tecnología sanitaria logra evitar que, en cuestión de horas, se conviertan en lugares inmundos.

Claro que en otras zonas del planeta, como en el recién devastado Haití, darían cualquier cosa porque alguien erigiese unas letrinas mínimamente utilizables, para evitar que la multitud desamparada enfermara de sus propios desechos. Quizá el progreso y la civilización no consistan en otra cosa que en la erección de letrinas: allí donde ese trámite está cubierto, como entre las bambalinas de Bergman, el hombre puede dar libre vuelo a su espíritu e imaginar que no es una pobre criatura que digiere y defeca, sino una especie de dios que crea belleza o, al menos, disfruta de la que otros han creado. Aunque a veces, ante ciertas realidades abrumadoras, uno llega a dudar de que el hombre pueda producir otra cosa que lo que deja en los mingitorios.

benitezariza.blogspot.com

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