S I le digo que aprendí al final a preparar las cintas de cassette como si fuesen mismamente espagueti y los pequeños discos de vinilo de 45 revoluciones como delgadas hamburguesas no creo que después se sorprenda cuando le cuente de las muy enervantes raciones de agujas de tocadiscos a la gregoriana o las incoloras sopas frías de primas de guitarra. Créame de todas todas cuando le revele que la gastronomía que estuve practicando durante más de un año proporcionó platos que no hubiera imaginado pintar ni el mismísimo Dalí bien puesto de cava y que la tortilla de patatas reconstruida en copa fina espolvoreada con limón y los rabanitos al hidrógeno bañados en chocolate y flor de calabaza no son más que una solemne chiquillada comparadas con los guisos que fui sacando de mi propio magín empujado por la angustia y la necesidad. Con decirle que el mismísimo Sergio se quedaba embobado en ocasiones contemplando mis hermosas bandejas de carátulas de discos salteadas o los cuádruples sándwiches de partituras con guarnición...

Eso sí, lo que no sospechó Sergio durante mucho tiempo es que entre los purés de vinilo yo le camuflaba algunas gotas de leche condensada, que con los diapasones al swing triturados se estaba metiendo entre pecho y espalda cantidades industriales de pastillas de complejos vitamínicos y que en los ridículos zumos que él creía extraídos de los discos de baladas lo que más había en realidad eran proteínas animales sintéticas que me costaba un ojo de la cara conseguir de contrabando en los obscenos laboratorios de la Facultad de Veterinaria.

Así pude medio sostenerlo en la posición vertical que caracteriza a la especie humana a pesar de que perdía los kilos a chorro, con velocidad de vértigo. Daba grima verlo, la verdad, un saco de huesos macilento allí derrumbado en el sofá escuchando extasiado los conciertos de Sibelius. ¡Cuántos días no estuve a punto de tirar la toalla, comido por la ira, desesperado, en un tris de abandonarlo definitivamente a su suerte! Más me habría valido, desde luego. Me habría ahorrado al menos otro momento lamentable más, aquella nefasta mañana en que me hallaba a punto de lograr una receta genial que me permitiría incluir en la dieta algo de pescado y huevos cuando Sergio me trincó con las manos en la masa, y nunca mejor dicho, aunque en la masa fuesen visibles aún dos pares de yemas y varias rodajas de merluza discutiendo con la docena de clavijas de violín y el cuarto y mitad de teclas de clavicordio que todavía estarán buscando los ilustres profesores del conservatorio. Usted recordará sin duda la noticia y el revuelo que formaron con las teclas del instrumento, que parece ser era una pieza de museo.

¡La que me formó Sergio! Todavía hoy no me explico de dónde demonios sacó las fuerzas para arrebatarme la batidora de las manos y estrellarla contra la pared y hacer luego otro tanto con la cacerola y los cubiertos, desparramando por el suelo lo que podría haber sido un magnífico diploma para terminar con mi eterna condición de pinche y subir tres peldaños de un golpe en el escalafón hacia uno de los sombreros más ridículos que se ha inventado el aburrimiento de los hombres.

Sí, sí, espero a que cambie la cinta de esa pobre grabadora, cómo no, y voy a abusar una vez más de su amabilidad, si me permite, cogiéndole otro cigarrillo. Están buenos estos cigarrillos suyos, ya lo creo, y me fascina esta previsión de traerlos ya liados desde casa, qué ocurrencia más ocurrente, amigo mío.

Esto aquí grabado en el encendedor son sus iniciales, ¿no? Son las mismas que le vi hace un rato en el pañuelo...

... De verdad que me asombra usted si a estas alturas de lo que le cuento todavía sigue pensando que mi historia puede servir para suplicar en el juicio una absolución que no deseo. De todas formas usted es muy consciente de que hay testigos que me vieron y que asegurarán con toda la razón del mundo que no tuve piedad, que más que un torpe asesinato aquello fue algo monstruoso, sin nombre, infernal. Lo que yo ansío con todas mis fuerzas es que me dejen aquí dentro; prefiero cadena perpetua a tenerme que enfrentar otra vez a esa realidad tan macabra de la que ahora estoy huyendo desesperadamente. Bueno, bueno, confío en usted; lo que usted diga.

Sigo. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Sucedió lo inevitable al fin: Sergio descubrió mis tejemanejes con la alquimia de las proteínas, y desde aquella mañana, hace casi un año ya, se negó en redondo a comer todo lo que no fuesen los discos a palo seco. Yo recibía el cheque mensual y me gastaba ese día la mitad en música para Sergio, que él oía luego con verdadero ensimismamiento durante algunas semanas, no demasiadas. Luego, con mirada de lunático, disponía los vinilos sobre su cama y echaba a suertes el orden en que se los zamparía, canturreando como si hubiese regresado a los tiempos niños en los que nos atiborrábamos de aquellas inocuas golosinas circulares de regaliz. ¿Cuánto podía durar aquella chifladura?, me preguntaba. Mucho tiempo, muchísimo más del que un mínimo de sensatez hubiese recomendado aventurar.

Cuando hubo transcurrido el primer mes sin que ingiriese ninguna otra cosa que sus malditos discos y pude confirmar sin ya apenas asombro que se mantenía vivo tuve la certeza absoluta de que Sergio empezaba a hacer real el sentido literal de la frase. Podía el muy puñetero alimentarse tan sólo de música, sin necesidad de proteínas ni complejos vitamínicos. Probablemente en su torturado organismo habían tenido lugar mutaciones ininteligibles a lo largo de dos años que le inmunizaban ahora ante cualquier agresión del exterior. Lo mismo su aparato digestivo tenía ya por entonces consistencia de acero y el poder de sus ácidos la violencia explosiva de la nitroglicerina; hasta es posible que su sangre hubiese aceptado un pico de heroína adulterada con la misma indiferencia que la nuestra daría asilo a la dosis mínima de una vacuna contra la gripe...

Pero tanta felicidad no podía durar. Esa tregua se mantuvo durante treinta, cuarenta días quizá. Los periodos de calma en esta vida, ya se sabe, son siempre cortos e insuficientes.

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