SERGIO se fue convirtiendo en los meses siguientes en el único experto de una gastronomía áspera y extravagante que yo etiqueté como cartulinera, o celulósica, sin más adornos. Inofensiva en su advenimiento, como pude verificar en los días iniciales de semejante régimen, enseguida asomó unos fieros colmillos que delataban en ella un muy alto grado de peligrosidad. Si al principio Sergio condimentaba los trozos de cartón de las carpetas con aceite, sal y vinagre en unas cada vez más descabelladas ensaladas, pronto llegó el momento en que empezó a considerar las posibilidades de portadas de flamenco a la plancha, revueltos de portadas de Miles Davis gratinadas al horno, pudings de cartoncillos a la carbonara y macedonias de jazz y clásico regadas con ron...

Cuando argumentó aquello de qué bonito sería alimentarse únicamente de música yo lo tomé, como es obvio, por el sentido intuitivo de la expresión, y no hubiese sospechado jamás que él fuese capaz de ir más allá de la pura literalidad de sus propias palabras. Así se lo exponía a Sergio entre receta y receta, entre plato y plato, entre digestión y digestión, con terca machaconería, pero maldita la cuenta que me echaba. Momento llegaría en que ni siquiera se dignase a contestar con una de aquellas sonrisas suyas entonces ya palmariamente lunáticas, cuando al cabo de los dos o tres meses empezó a reducir los ingredientes normales y a aumentar la dieta con las bolsas de plástico de protección de los vinilos. Podrá imaginar usted las consecuencias inmediatas de semejante disparate: el deterioro físico de Sergio se veía tomar posiciones de un día para otro sobre su cuerpo, los discos desnudos se apilaban impúdicos unos encima de otros por todas partes en la casa, el polvo y la suciedad construían sus nidos en los surcos que antes estuvieron sembrados de sonatas y blues, los tiestos de la cocina acumulaban en sus entrañas espantosas pesadillas después de haber albergado los menús más alucinantes y no salían así las frotara durante horas con estropajos de aluminio... Y esto sólo fue el principio.

El día que Sergio decidió abandonar los ingredientes que a usted y a mí nos hacen seguir con vida y nutrirse únicamente con sus porquerías lo recuerdo como uno de los días más negros de mi existencia. Y mire usted que he tenido días negros así para dar y regalar, ¿eh? Son muchos tonos del gris los que se desarrollan desde el blanco inmaculado hasta desembocar en el negro, se dice vulgarmente, pero yo le aseguro que todavía crecen desde ese negro más chaparrones de negros hasta dar con el negro-negro de aquel día mío y de Sergio. Aquel ominoso mediodía de invierno inició mi compañero la fase de las licuaciones, una de las más terribles y absurdas de todo el proceso patológico que lo enajenaba. Cuatro horas tardó en cortar a tiras las portadas de los discos de Duke Ellington y hacerlas pasar con infinito trabajo por el mecanismo asombrado de la licuadora, cuatro malditas horas para extraer media docena de gotas de un líquido innombrable que desde aquel día se iba a convertir en su cena de todos los viernes...

Como le veo en la cara algo más que un extrañamiento lógico, si le parece, amigo, aprovechando para tomarle prestado otro cigarrillo, aquí podemos hacer un descanso y usted me dice si de verdad sigue pensando que mi historia se la va a creer ese fiscal, y si se la creyera eso me iba a servir de algo. Yo me considero culpable de esa muerte, se lo he confesado una y mil veces, y cada vez que lo pienso me horrorizo más y más del método empleado; por eso precisamente tendré por merecida cualquier condena que me caiga en suerte y por eso sigo creyendo que usted pierde el tiempo conmigo. Yo tenía entendido que los abogados de oficio podían rechazar de plano un caso tan perdido como el mío para no dejar caer en su currículum una mancha tan nauseabunda, pero si insiste y se empeña y le parece bien que siga no seré yo quien se haga de rogar, también se lo he dicho y se lo repito una vez más. ¿Me da fuego? Vaya, es guapo este mechero suyo, no me había fijado antes.

Le comenté ya que Sergio llegó al cabo de cinco meses de experimentos a la conclusión terrible de alimentarse únicamente de música y dejar los alimentos cotidianos para espíritus menos cultivados que el suyo. Esta decisión tan elevada de su turbia inteligencia se convirtió para mí en el principio de un vía crucis bastante difícil de sobrellevar. Yo tenía que velar antes que nada por su integridad física, por su salud más elemental, si quería en verdad lograr rescatar su cerebro dañado de la melomanía que lo acosaba, así que las artimañas a que tuve que recurrir aquellos meses para que comiera algo reconocible por sus intestinos y su sangre pueden calificarse como poco con los mismos adjetivos que los triples saltos mortales de los equilibristas de trapecio. Como suele decirse, tenía que engatusarlo, desviar sus atenciones culinarias y musicales hacia otros menesteres, y sobre todo convencerlo de que me dejara prepararle siquiera los almuerzos para que él pudiese emplear su tiempo en otros asuntos de más envergadura.

¡Cuántos disparates en las sartenes y las cacerolas, virgen santa! ¡Qué variedad de humos y olores desquiciados salpicaba mis ropas! Usted comprenderá que tenía que hacerlo sin remedio, que no podía dejarlo morir de inanición delante de mis ojos, aunque más de un día pensé abandonar el piso para siempre, darle el carpetazo al curso que repetía y repetía sin el más mínimo amago de asimilación y volverme al triste pueblo donde mis viejos ahorraban para mí y mi antigua novia seguiría con sus levaduras intentando levantar lo que yo dejé caído. Eso tendría que haber hecho, ciertamente, pero ese dedo malévolo y burlón que rotula desde arriba las férreas líneas del destino me señalaba inmisericorde los fogones, la batidora, el aparatejo de rallar...

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