La hache intercalada

Pilar Paz Pasamar

Mayores

NI todo es hermosa gente, como en el título de W. Saroyan , ni como en aquel otro de Paul Eluard, Cádiz es un cementerio marino. Si se oyese algún estertor moribundo, probablemente lo causaría la caída del sol de cada tarde, en esos incomparables ponientes que tantos gaditanos que han escogido la diáspora en busca de trabajo, o los que por otras razones viven lejos de esta ciudad, darían tanto por contemplar. Y que la mayoría de sus ciudadanos padezcan senilidad también es rebatible.

Cada día tropieza una con fila de niños forcejeantes o contentos hacia las guarderías; otros, a colegios y escuelas, distintos lugares docentes o laborales. A la UCA advienen grupos foráneos a cursar el respectivo Erasmus, los jóvenes acuden a lo del Manga, a los espacios deportivos, participan en concursos como el de grafittis, crean movidas y se hacen sentir por todos ámbitos a su manera.

Al mismo tiempo, a la ciudad se ha incorporado una cantidad cada vez más numerosa de abuelas y abuelos y progenitores, adictos a otras especialidades lúdicas y suavemente deportivas, y de las nociones elementales a las universitarias, la recepcición de materias y su conocimiento y la asistencia a las aulas, les ha ido elevando a un nivel cultural muy aceptable.

Por otra parte, según el partido de la oposición, las estadísticas del censo de población en el municipio sobrepasan en cifras a la realidad. La población de 143.175 habitantes, según los datos, es mucho menor y a pesar de ser la ciudad española de mayor densidad, pierde habitantes dada la imparable emigración juvenil hacia otras regiones de España.

Se van, como suelen los jóvenes, pero los que se quedan, sea cualquiera la edad, poseen el privilegio de vivir inmersos en una luz indescriptible, en una ciudad no monumental sino atlántica, pura y trimilenaria y la transmisión de su devenir aflora en el gesto de sus gentes, en la cordialidad aún no perdida, y hasta en el saludo, como aquel del carroza que en el paseo marítimo deja pasar al que corre y sabe echarse a un lado convenientemente, como solo los mayores hacen a causa de su experencia, ante el joven complacido que agradece el reconocimiento a su vitalidad. Y amargado y rancio y casposo sería aquel que no reconociera esta convivencia y que se entristeciera de que el mayor se empinara y creciera con ilusión suficiente para enfrentarse a la adversidad y las malas rachas del tiempo histórico que le ha tocado vivir.

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