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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Matar al padre

Ahora es el cantante Miguel Bosé el que ajusta cuentas con su progenitor en 'El hijo del capitán Trueno'

El recuerdo amargo del padre no es un tema nuevo en la literatura. Mario Vargas Llosa ha dedicado más de una página a rememorar la terrible figura de su progenitor, un hombre ausente, duro y despótico que dañaba la sensibilidad de aquel pituco de Miraflores, criado en Cochabamba entre los algodones de sus abuelos, su tío Juan (quien guardaba en un arcón un capote de paseo del mismísimo Belmonte) y su madre. Pero en el recuerdo del escritor hispano-peruano siempre se advierte más tristeza que rencor, porque los que fuimos educados en los valores del patriarcado (tan pisoteados en los últimos tiempos) sabemos que no hay mayor pecado que levantar la mano contra el padre. Y nunca lo haremos. No fue el caso, desde luego, de la familia Panero, la cual, en la conocidísima película El desencanto, hace uno de los ejercicios más repugnantes nunca vistos de despellejamiento del propio ascendiente, el enorme poeta que fue Leopoldo Panero, uno de esos nombres hoy proscritos por la ley de memoria histórica.

Ahora es el cantante Miguel Bosé el que ajusta cuentas con su progenitor en un libro, El hijo del capitán Trueno, que narra su vida desde que nació en Panamá hasta que actuó por primera vez, en el Florida Park de Madrid, con la tierna edad de 21 años. Bosé es uno de esos personajes que me han acompañado (a mi pesar) toda la vida, desde que mis hermanas escuchaban en el pick up algunos de sus inmortales éxitos, Linda o Don diablo. A su padre, sin embargo, lo conocí mucho más tarde, y siempre en los libros o de oídas gracias a las anécdotas contadas por Ignacio Romero de Solís. Puestos a comparar, tenemos por un lado a un cantante pop de éxito, icono de la modernidad más comercial y convencional reconvertido en gurú antivacunas y, por otro, a una de las grandes figuras de aquella época dorada de la tauromaquia que fueron los años cuarenta y cincuenta, además de un personaje enormemente carismático y libre en la España de la dictadura. Mi condición de lobo vocacional me lleva a colocarme junto al que fue el macho alfa de los Dominguín. Sin la menor duda.

Matar al padre es un viejo y sano ejercicio. Todos lo hemos tenido que hacer para encontrar nuestro propio camino, y los que no lo hacen se quedan en absurdas copias imperfectas. Otra cosa es colgar las miserias de nuestros progenitores en los balcones de la vida. Eso, como diría un castizo, "no está bonito". Entre otras cosas porque las de los hijos suelen ser peores, como el propio Bosé está demostrando desde hace mucho tiempo.

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