LA crisis del coronavirus amenaza con regresar con fuerza y los sanitarios agradecerían más cordura y menos aplausos. En lo único que no se ponen de acuerdo los expertos es en la fecha del rebrote: ¿será en agosto o este otoño? Vista la indolencia de nuestras autoridades ante la irresponsabilidad de algunos, cualquier cosa podría suceder. Y lo que está en juego ya no es sólo la salud: la economía sufriría un varapalo letal si tuviésemos que encerrarnos de nuevo. El turismo -y en general nuestra débil industria- no puede permitirse otro frenazo por culpa de los más incivilizados. Y estos no dejarán de reírse de la pandemia hasta el día en que no paguen una buena multa de su bolsillo. Hasta entonces, hasta que la Policía no se emplee a fondo, de poco servirán las advertencias. No hay mejor terapia psicológica para rehabilitar la conducta que una buena sanción. Aunque a algunos también les vendría muy bien un paseo por la zona Covid del hospital con la mascarilla, las gafas y la bata puestas durante una guardia de 12 horas. El comportamiento de la ciudadanía por lo general es ejemplar. Pero las bochornosas imágenes de los aficionados que se acercaron al Carranza para recibir al Cádiz; y las de los cientos de jerezanos que convirtieron las calles en escenarios de carreras de motos y exhibiciones ilegales dan pie a pensar que sólo se logrará que todo el mundo acate las normas con mano dura.

No hay derecho a que esta provincia, cuyos contagios durante la pandemia han estado muy por debajo de la media, sea hoy noticia en media Europa por culpa de los más inconscientes y egoístas, cuando podríamos estar vendiendo el turismo más seguro. ¿En qué pensaban nuestras autoridades? De nada sirven las juntas locales de seguridad, si luego no se adoptan las medidas oportunas para evitar aglomeraciones. Y los más jóvenes tampoco parecen enterarse de la importancia de enmascararse y guardar la distancia para evitar nuevos contagios. Los numerosos focos han obligado a la Junta a imponer el uso obligatorio de las mascarillas. La medida resta atractivo para el visitante al tener que llevarla incluso en la playa. Pero ya no quedaba más remedio, a riesgo de empeorar la situación.

En la capital el problema se agrava ante la ausencia actual de la Policía Local en las playas, para desazón de unos vigilantes impotentes ante quienes lo mismo les da por jugar al balón, que por reunirse en pandillas sin respeto alguno por la distancia de seguridad ni por los demás. Si en condiciones normales, con los agentes junto a ellos en la playa, no pocos ignoran su cometido, no hace falta ser un lince para ponerse en la piel de un vigilante sin el apoyo de la autoridad. Máxime, si el control del aforo en playas como Santa María para evitar riesgos corresponde a la Policía: ¿de verdad que no ha tenido tiempo el gobierno local hasta ahora para reunirse con sus agentes y tratar de reconducir el conflicto? ¿Tenía algo acaso más urgente que hacer? No se trata de ceder por ceder, pero lo mínimo para encauzar un problema es sentarse a negociar, antes de que sea demasiado tarde. Sin la autoridad de la Policía Local, los propios turistas serán los primeros en pensar en otros arenales. Y de esta suerte, si no morimos de coronavirus, más pronto que tarde será nuestra economía la que entre en parada cardíaca.

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