En tránsito

Eduardo Jordá

Maria Schneider

EL lunes pasado vi de nuevo El último tango en París en una reposición de la tele, sin saber que la actriz que la protagonizaba, Maria Schneider, que en la pantalla seguía siendo una chica de veinte años, se estaba muriendo de cáncer en París, después de haber renegado de esa película y de su director y de Marlon Brando, su compañero de reparto, a los que poco menos que acusaba de haberla destruido para el resto de su vida.

No sé, no sé. En principio, no me fío demasiado de la gente que acusa a los demás de haberla destruido. Las cosas no son tan simples. En primer lugar, nosotros también nos dejamos destruir cuando aceptamos hacer determinadas cosas. Maria Schneider podría haber rechazado el papel en la película y ponerse a estudiar Historia, por ejemplo, con lo cual podría haber elegido una vía distinta para su salvación, o para su destrucción, no lo sé, porque en la vida construir y destruir son dos verbos sinónimos. Y no sólo eso, sino que nosotros también podemos destruir a las personas que parecen estar destruyéndonos, porque al mismo tiempo que esas personas destruyen una parte de nuestra personalidad, hay otra parte de nosotros que aprende a sobrevivir, y esa otra parte puede acabar destruyendo a las mismas personas que en un principio parecían habernos destruido. Y eso es justamente lo que contaba El último tango, una película en la que Marlon Brando, el supuesto destructor, se convertía sin darse cuenta en el destruido por la aparente inocencia de la jovencita, una inocencia que quizá sólo era juventud, y curiosidad, y deseos de no complicarse la vida.

El lunes pasado me di cuenta de que Maria Schneider, que acaba de morir, era lo mejor de la película. Puede que El último tango en París la destruyera para siempre, como ella creía (o más bien prefería creer), pero cualquiera que vea la película sabrá que Maria Schneider estará viva mientras haya proyectores de cine. La actriz decía que rodó la película siendo virgen, pero su virginidad real no tenía nada que ver con el sexo, sino con la ausencia de conciencia de sí misma y del valor de su cuerpo como imagen y mercancía, lo que hacía que pudiera exhibirlo ante las miradas ajenas sin pudor y sin miedo, pero también sin orgullo y sin ningún sentido de la propiedad, como si sólo fuera un don natural que necesitase compartir. Maria Schneider tenía un cuerpo mucho más parecido a un antiguo fetiche de la fertilidad que a los cuerpos esculpidos por el gimnasio que vemos ahora en el cine. Podría haber sido una mujer desnuda en un cuadro de Renoir, o de Rembrandt, y no sé si ella lo sabía o preferiría no haberlo sabido. Pero será difícil ver en el cine algo comparable a su maravilloso cuerpo desnudo en aquel piso vacío que daba al viaducto de Bir Hakeim.

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