Fernando J. Garcia Echegoyen

Marea 19 Naufragio, muerte y misterio, un amargo descubrimiento

Apenas a doce metros de profundidad en el banco de la Media Luna duerme el Valbanera. Su palo emergido daba cuenta del desastre producido la noche del 9 de septiembre de 1919. Su ruinoso casco, era ya la tumba de cuatrocientas ochenta y ocho vidas. Las mismas vidas que buscaban un futuro mejor emigrando a las Américas

O dijimos al salir de Barcelona aquel diez de agosto de 1919. Lo dijeron los que no quisieron embarcarse por temor a una tripulación inexperta. Lo repitieron los hombres y mujeres que despidieron al pasaje en aquellos puertos españoles. Y lo repetí yo siendo una niña mientras pataleaba en el suelo del muelle sin querer embarcar en aquel hermoso buque que cruzaba el atlántico.

Tejidos, frutos secos y aceitunas junto a hermosos paños amortajan a sus victimas, mientras el nombre de la virgen extremeña marcado en su vientre, se oxida con el húmedo salitre. Y le veo en los cayos de Florida volcado sobre su costado de estribor y oigo el guanche canario rebotando entre las arenas movedizas. Entonces recuerdo frágilmente, aquel día en que en las Palmas, agarrada fuertemente a mi madre y a mis hermanos, lloré amargamente por no querer subir a ese barco. Su oscuro aspecto y su lánguida figura sobre el muelle. La triste apariencia de su capitán, en cuyos ojos parecía asomarse la premonición de la muerte, me asustaba.

Y si a rastras consiguió mi buena madre subirme aquel navío, algo debió inquietarle de ese llanto. Algo debió conmoverle de mi retahíla incesante, que antes de llegar a nuestro destino, desembarcamos en Santiago de Cuba.

No hubo pasajero que dudará en seguir nuestros pasos y continuar su viaje hacía la Habana. Ni hubo tripulante que no se preguntara, que oscuros designios aguardaban a un barco cuyos ocupantes a pesar de tener pagado el viaje hasta el punto final de su destino, abandonaban el barco.

Que tristes presagios, acompañarían a aquel ancla perdida en el lodo de la Palma, como que tristes marinos que estrenaban su paseo en el navío ya no desembarcarían nunca.

Yo sentí el miedo de quien espera cerca a la muerte. Y por más que todos animaban a aquella Anita menuda que tiritaba de miedo bajo la toldilla de cubierta, yo sospeche que la fuerza de un viento poblado de luces azules, tragaría a nuestro barco. Y mientras subía una de las escalas del buque, mis pequeños pies de entonces, se empecinaban en retomar la tierra como único modo de sostenerme.

Y ocurrió que muchos, avisados por los hados, atravesamos la isla por tierra mientras, que lo abandonados por la suerte, se adentraron en un huracán inmenso que azotaba las costas caribeñas.

Sin práctico que pudiera auxiliarle en las maniobras de entrada a puerto por la fuerza del temporal, el Valbanera intento capear el duro huracán desde las aguas. Y entonces, aquellos rudos muchachos que acompasaban las olas con canciones que hablaban de hambre y pobreza. Aquellos hombres de caras tristes y enjutas que intentaban consolar mi llanto, dejaron de sufrir el silencio y el abandono. Ya no padecerán nunca más el hacinamiento de esos barcos, ni asfixiaran sus cansados pulmones y sus tullidos cuerpos. Y la terrible gripe española que surca los confines de la tierra, no se cebara nunca más, con esos muchachos de cuerpos ligeros que de un modo o de otro compartirían sus últimos días con las aguas marinas. O tirados muertos por la borda, o ahogados y enterrados en aquellas arenas que inexorablemente todo lo ocultan.

Tristes leyendas recorrerán la tierra, mientras el recuerdo de aquellos emigrantes, que dejaron los sueños en las burbujas del océano, se olvida para siempre. Dicen, que ningún bote fue arriado, y que ningún cadáver apareció por las orillas azules de las islas caribeñas. Augurios de ancestros y habitantes de los mares, que borro toda huella de batalla contra las tempestades. Y que así, de ese modo tajante y brutal, corrió un tupido velo para que todos ellos descansen en la paz eterna de los mares.

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