Viernes Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Viernes Santo en la Semana Santa de Cádiz 2024

Uno de los fenómenos más devastadores de la modernidad es la proliferación de la estupidez. Ésta, presente siempre en la historia, aparece hoy por doquier. En la vida social, en el poder político, en los círculos económicos y financieros, los estúpidos parecen haber tomado las riendas del mundo.

Fue el historiador económico Carlo María Cipolla quien con mayor agudeza reflexionó sobre el asunto. En su ensayo Allegro ma non troppo (1988), formuló las cinco leyes fundamentales de la estupidez. De ellas se pueden extraer conclusiones provechosas. Así, la estrechez de miras: el estúpido considera su visión de la realidad como la única válida e indiscutible. Añadan a ella una segunda disfunción: el egoísmo intelectual. Impermeable a la duda y a la autocrítica, narcisista hasta la náusea, desconoce la complejidad y adora la simpleza. Dueño, cree, de verdades absolutas, exhibe su dogmatismo con ceguera incurable. Los síntomas se agravan peligrosamente por la extraordinaria capacidad de contagio de los planteamientos estúpidos. Como señala el profesor Fernández Vicente, "la estulticia es altamente contagiosa y se alimenta de grandes ideales difusos, de lugares comunes, de proclamas simplistas: todo es negro o todo es blanco". De tal actitud, base del totalitarismo, nace la vinculación de la estupidez con la intolerancia y con la ausencia de diálogo. Se expande -¿qué les voy a contar yo en esta encrucijada bipolar y frentista?- mediante consignas ilógicas, comportamientos gregarios y fervores fanáticos. Sumen a tan decepcionante panorama que los estúpidos muestran una total ineptitud para discernir qué es lo importante en la vida. Muy al contrario, observa también Fernández Vicente, "las majaderías [...] se viralizan como la pólvora".

Esencial la quinta ley de Cipolla: el comportamiento estúpido es más temible que el malvado. El estúpido -escribe Gabriel Otalora- lo es "a tiempo completo, sin descanso", a diferencia del malvado que funciona en su provecho con pausa e inteligencia.

¿Hay remedio? Acaso la modestia, el cuestionarse siempre lo que uno hace y piensa. Un hamletismo tenaz que relativice el valor de nuestras ideas y las someta, incluso, a una higiénica sátira. Genial y utilísima la pregunta de Papini: ¿Y si fuese yo uno de aquellos necios? Al menos de este modo, sospechando de nosotros una imbecilidad que jamás deberíamos descartar, nos diferenciaremos de los idiotas soberbios y satisfechos.

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