SOBRE las cabalgatas de Reyes Magos se podría escribir una tesis doctoral porque no existen dos iguales. Las hay de tantas formas, tamaños, colores y presupuestos que, dependiendo de la sensibilidad y el gusto del gobierno municipal o el concejal de turno, podemos encontrar grandiosos cortejos faraónicos o desordenados pasacalles. Con las carrozas sucede lo mismo y no sólo por cuestión de presupuesto: de una recreación minuciosa y con rigor histórico de una escena bíblica a una socorrida interpretación de la aldea de los pitufos que dentro de unas semanas puede, a base de algo de barniz y cambiando algunos elementos de sitio, hacer un digno papel en la cabalgata del Carnaval.

Lo mismo se podría decir de los integrantes de estos cortejos previos a la celebración de la festividad de la Epifanía del Señor. Desde aquellos que se meten en el papel hasta las cejas e incluso chapurrean el hebreo a los que se integran en ellos sin saber siquiera dónde cae Belén de Judea.

Pero, sean como sean, todas tienen un elemento en común, el principal, que las hace especiales: los niños. Los protagonistas de la noche más mágica del año tienen una ilusión tan grande y tan sincera que bien merece la pena las a veces horas de larga espera. Porque, a estas alturas, lo de los caramelos y otros regalos que se lanzan desde las carrozas, es lo de menos.Y el verdadero brillo no está en los trajes de Sus Majestades y sus figurantes, sino en esos millones de pequeños ojos cargados de emoción que guardarán para siempre esas sensaciones.

Lo importante esta noche, hay que recordarlo, es la actitud de todos, dentro y fuera de las cabalgatas, ante el regalo de la ilusión, el que sólo tiene sentido cuando se comparte.

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