Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Luces y sombras

La Historia pondrá a Juan Carlos I en su sitio y sus luces quedarán muy por encima de sus sombras

Cuando dentro de unos pocos años la visión de la Historia entierre a la de la coyuntura, el reinado de Juan Carlos I arrojará muchas más luces que sombras. Es más, las sombras, que las ha habido y no pocas, se empequeñecerán ante la magnitud de lo que hizo un monarca que heredó sus poderes de un dictador y los utilizó para edificar una democracia sólida y plenamente integrada en su contexto temporal y geográfico. Ahora que ha anunciado su retirada de la vida institucional -un anuncio con perfiles un tanto sorprendentes a los cinco años de su abdicación- conviene echar un poco la vista atrás y recordar cómo empezó todo. Cuando Juan Carlos se ciñe la corona -es un decir- a la muerte del general Franco es el rey con más poder político de los que en esos momentos reinaban en Europa. De la mano de su preceptor Torcuato Fernández Miranda y de Adolfo Suárez, dos personajes providenciales e irrepetibles, pone esos poderes al servicio de la elaboración de una Constitución por la que renuncia expresamente a todos ellos, devuelve la soberanía secuestrada por la dictadura al pueblo y se queda con una función meramente representativa y arbitral.

Sólo por esto ya merece un lugar destacado en la Historia de España. Pero también juega un papel destacado en la consolidación del modelo constitucional amenazado por tensiones involucionistas que él conjuró en la fatídica noche del 23 de febrero de 1981. Con la democracia asentada y con el país integrado en las instituciones europeas y occidentales, el reinado de Juan Carlos inicia una tercera etapa donde ya las cosas no iban a ser igual. Quizás el inicio del declive -aunque se llevaba años hablando en voz baja de sus negocios o de su pésima relación con la Reina- se podría poner en las bodas de sus hijas, mala la de la primera y peor todavía la de la segunda, y sobre todo en la actuación de Iñaki Urdangarín -la persona que más daños le ha hecho a la institución- y de Cristina. Y el final, en el episodio de los elefantes en Botsuana con Corinna y en la patética petición de excusas en un pasillo de un hospital.

La abdicación fue el último gran servicio que le prestó a su país y a la Corona. A ambos había dedicado su vida desde que lo trajeron con diez años a un frío apeadero de Renfe en las cercanías de Madrid. No reconocer su grandeza como personaje histórico sería una mezquindad muy propia de este país, que mejor haría en valorar más lo mucho que de bueno hizo por sus ciudadanos antes que los errores que como Rey y como persona también cometió.

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