Los buenos años (o malos) del botellón fueron en los 90. Argüelles, plaza de España en una primera fase, y después las plazas de Mina y San Francisco se convirtieron en los lugares de concentración de los jóvenes en invierno para charlar alrededor de una botella de alcohol o las que cayesen. La libertad era absoluta. Los vecinos del casco histórico contaban los fines de semana para que llegara el verano y el problema pasara a extramuros. Las cosas se veían muy distintas cuando estás alrededor de la botella que cuando no puedes dormir de los nervios. No sólo era el ruido, era la basura acumulada, los ríos de pipí por las calles... El fenómeno parecía imparable hasta que un día se legisló el tema y se acabó casi todo. Y ese casi es porque se creó una especie de gueto para los que hacían botellón en un lugar inhóspito. Ahora el botellódromo está en la UCI. Sólo hace falta desconectarlo.

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