EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Leyendo a Cavafis

EN vista de que el ministro Montoro nos anuncia más sacrificios -y aún más dolorosos- para el otoño que viene, me dedico a leer de nuevo los poemas de Cavafis, que son melancólicos y voluptuosos y parecen haber sido escritos ayer mismo, o incluso esta misma mañana. De familia griega asentada en Alejandría, cuando Egipto era un protectorado británico, Cavafis fue un oscuro burócrata que trabajó toda su vida en la Oficina de Riegos del Ministerio de Obras Públicas. En sus 70 años de vida, hasta su muerte en 1933, Cavafis casi no se movió de su apartamento en la calle Lepsius, situada entre la catedral griega y el barrio de los burdeles de Alejandría. Y si le preguntaban por qué no se iba a otro sitio, Cavafis contestaba: "Me gusta este lugar. Debajo de mi casa tengo un burdel que satisface los deseos del cuerpo. Más allá hay una iglesia en la que perdonan los pecados. Y ahí arriba tengo un hospital en el que algún día tendré que morir".

Puede parecer una forma cínica de juzgar la vida, pero hay que tener en cuenta que Cavafis era homosexual, y por lo tanto tuvo que llevar una vida sentimental clandestina, visitando a escondidas garitos portuarios y burdeles masculinos camuflados de pensiones o de cabarés. Y aun así, a pesar de toda esa sordidez, sus poemas de amor -a menudo inspirados por jóvenes a los que apenas trató unas pocas horas y a los que tuvo que pagar para compartir su cuerpo- son un prodigio de sensibilidad e incluso de ternura. Y cualquiera que lea esos poemas, que quizá estaban dedicados a un marino que se buscaba la vida en un burdel, sentirá que esos versos parecen escritos para cualquier persona que uno haya amado, sea del sexo que sea.

Cavafis sabía que la cultura del Mediterráneo Oriental estaba viviendo un periodo de decadencia, y por eso le gustaba leer libros sobre la historia antigua de Grecia, cuando la cultura helenística había sido el centro de la civilización. Y su poema más famoso, Ítaca, es una reinterpretación del viaje que Ulises emprendió de vuelta a casa, tal como se cuenta en La Odisea. Y en ese poema, Cavafis recomendaba no temer a los caníbales ni a los gigantes -que él llamaba, al modo de Homero, "los lestrigones y los cíclopes"-, porque las amenazas más peligrosas son las que nosotros mismos nos inventamos y nos ponemos en el camino. Y así le advertía a todo aquel que se disponía a emprender el viaje: "No hallarás lestrigones ni cíclopes,/ no hallarás al temible Poseidón,/ si no los llevas en tu alma,/ si tu alma no los yergue ante ti".

Me recito estos versos ahora mismo, frente al mar, mientras pienso en los encuentros con los lestrigones y los cíclopes -es decir, con los monstruos de la crisis- que nos ha anunciado el ministro Montoro para el otoño que viene.

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