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DEL caso tremendo de José Antonio Santos, el albañil sevillano que ha pasado once meses en la cárcel y cuatro años de calvario judicial por ocho denuncias de maltrato conyugal que se han revelado falsas, no cabe deducir la maldad de la Ley de Violencia de Género, sino los efectos perversos de su aplicación en un clima social que abona el prejuicio contra el hombre en general.

Entendámonos. La Ley es justa y necesaria, ha ayudado a muchas mujeres a salir del infierno de un amor equivocado y ha puesto en su sitio a los cafres que las tratan como una propiedad particular. En general, ha hecho mucho por la igualdad esencial de nuestro tiempo y ha educado a una sociedad que llevaba siglos conviviendo con el maltrato con toda naturalidad. Por tanto, debe seguir vigente, sin duda.

Pero algo falla en su puesta en práctica. Porque el caso de Santos, aunque extremado (su esposa llegó a denunciar una agresión imposible, dado que él se hallaba en prisión, y una horrible paliza que milagrosamente le dejó intactas las uñas postizas), es paradigmático de una forma de actuar de la Policía y la Justicia en materia de violencia doméstica. Todos conocemos demasiados ejemplos en los que la presunción de inocencia del hombre ha sido literalmente destruida por una simple denuncia de su mujer, compañera o amante, que le hace, de momento, dormir en los calabozos, a la espera de que su presunta culpabilidad se demuestre. Cuando el juez concluye que los malos tratos denunciados fueron en realidad autolesiones han pasado meses de padecimientos, rechazo y deshonra pública.

Numerosos juristas han revelado, por otra parte, la excesiva frecuencia con que algunas mujeres utilizan bastardamente la legislación que las protege para su beneficio personal en un proceso de divorcio o en la disputa por la tutela de los hijos, a los que se enemista contra un padre al que se le ha colocado ya la etiqueta infame de maltratador. En ocasiones la retirada de las denuncias de agresiones de género obedece a la fragilidad emocional de la denunciante, a la dependencia o al miedo, que deben ser combatidos por las instituciones de defensa de la mujer, pero otras veces responde sencillamente a que eran falsas. Sucede así, aunque los adalides de la corrección política lo nieguen o lo desprecien alegando que se trata, dicen, de casos excepcionales. Ahora bien, ¿no bastaría un solo caso para hacernos pensar que algo va mal? ¿No vale aquí el lema que prefiere que haya culpables sin castigo a que un solo inocente sea inicuamente condenado?

Y no es sólo por los hombres. En realidad a quienes más perjudica esta aplicación deficiente de la ley es a miles de mujeres maltratadas que la necesitan y la merecen para ser libres.

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