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En tránsito

Eduardo Jordá

Lengua muerta

LA otra noche, una amiga que trabaja como traductora para Unicef me explicaba el proceso de censura al que debe someter sus textos según las normas de lo que se conoce como corrección política. En los folletos que esta amiga traduce para los países del Tercer Mundo, no puede aparecer ninguna palabra que pueda ser interpretada como una discriminación o una alusión malintencionada. No puede haber, por ejemplo, una sola referencia a un enano, o a una nariz ganchuda o aplastada, o a una piel oscura, o a una enfermedad que pueda considerarse deshonrosa. Blancanieves y los siete enanitos, por ejemplo, sería un título prohibido por las nuevas normas de Unicef. El nombre de Blancanieves podría interpretarse como un signo de superioridad racial, y los colectivos de minusválidos podrían sentirse ofendidos por la mención de los enanitos.

Mi amiga sabe que la literatura se hace justamente con las excepciones, con las narices ganchudas y con los siete enanitos, pero también sabe que todo eso es imposible según las nuevas leyes de la corrección lingüística. Y mientras me lo explicaba, pensé en un idioma tan fláccido como el de los traductores simultáneos: un idioma que carece de emoción, en el que no se dice nada que pueda sonar como una frase concluyente -lo que podría causar un incidente diplomático, o lo que es aún peor, una prórroga de la reunión-, ese idioma que aparece en los telediarios cuando un político extranjero participa en un encuentro internacional. Todos lo conocemos bien: un idioma sin acentos reconocibles, medio muerto o muerto del todo, en el que las palabras sólo se usan cuando pueden significar tantas cosas que ya no significan nada, un idioma que viene de ninguna parte y se dirige a ninguna parte, ya que ni siquiera se tiene la seguridad de que exista un interlocutor (de hecho, quien se supone que está escuchando la traducción simultánea suele estar dormido o pensando en las musarañas, igual que el traductor mismo y que la persona que está hablando). Y ése es el lenguaje de nuestro tiempo.

Y el problema de este lenguaje es que nadie puede rebelarse contra él. Los lenguajes totalitarios podían ser desobedecidos o saboteados, lo mismo que el lenguaje de la Iglesia católica cuando era el único permitido -para eso escribieron los filósofos de la Ilustración-, pero nadie puede oponerse a este lenguaje que pretende defender a los excluidos y a los marginados. El que lo haga será considerado un monstruo que quiere ofender a los más débiles, un ser asocial, un defensor de los privilegios y de las injusticias; en definitiva, un tipo peligroso que amenaza a nuestra sociedad. Y así, sin darnos cuenta, ya hemos empezado todos a hablar una lengua muerta.

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