ANDA, déjalos que griten, corran y salten a su aire, porque para eso es verano y por fin se les exime del riguroso horario invernal. Déjalos que jueguen, que se inventen las reglas y que improvisen soluciones cuando algo les salga como no querían, porque se lo merecen, porque se han llevado nueve meses haciendo lo que les decían que tenían que hacer, aunque en un futuro no sepan por qué. Déjalos que manchen sus rodillas y que gasten las zapatillas pateando balones, piñas o piedras en su defecto, porque si no lo hacen ahora, una vez conozcan el Call of Duty y el Caralibro, ya no podrán hacerlo nunca. Déjalos ahora si no quieres que mañana hagan botellón entre las ruinas del hotel Caballo Blanco, ocultos de la policía. Déjalos ahora si no quieres que acaben, sin saberlo, representando metáforas del entorno político, rompiendo más cristales que el otro para ganar prestigio e influencia entre sus semejantes, y encima, con nula creatividad, haciéndonos creer que son mejores que los demás.

Déjalos que se diviertan ahora. Déjalos que ahoguen sus frustraciones, llenándose de arena y albero, tragando agua con algas al ser arrollados por las olas de la pleamar. Déjalos que suden correteando a los amigos (y amigas, que en todo el texto estoy usando el neutro machista predominante para no ralentizar la lectura) y déjalos que se acuesten y se levanten tarde porque sí, porque lo necesitan y lo desean. Déjalos que se tomen ese refresco en la terraza, a la fresquita. Como si quieren una cerveza o un mojito. Déjalos que disfruten como niños. Permíteles aprovechar el tiempo con sus hijos. Concédeles unas vacaciones auténticas, explícales lo que es el respeto por las personas y por la siesta, y arranca los carteles de prohibido jugar. Concédeles, al menos un turno aceptable, que puedan compaginar la vida familiar con la otra. O al menos un trabajito de pocas horas. O al menos, déjales algo. Algo que no sea fútbol televisado.

En verano, todos deberíamos ser como niños. Pero es que no nos dejas.