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EL comportamiento que está teniendo Ingrid Betancourt, a pocas horas de haber sido liberada de un secuestro que la tuvo retenida siete años en la selva de Colombia a manos de las FARC, está dejando perpleja a la comunidad internacional. Su aparente buen aspecto físico y mental apunta al hecho de que haber estado cautiva más de un lustro y vivir en condiciones infrahumanas, e incluso haber sido tratada como un animal, no le ha afectado en su psicología. Una simple ducha ha sido capaz de arrancarle de su piel los demonios acosadores. Los siete años que ha pasado, con todos sus minutos de horror, que sigue relatando en cada uno de los pasos que está dando desde su liberación, parecen no haberle hecho mella alguna; más aún, es como si le hubieran dado tan sólo al botón de pausa en su intensa vida política y ahora le hayan vuelto a pulsar la tecla del play para continuar con un mimético, enérgico y potente discurso en la lucha por la Paz. Todos habríamos entendido que, nada más bajar del helicóptero que la arrancó de la selva, su vida se hubiera fundido a negro a los ojos del mundo tras un inseparable abrazo con su madre y después con sus hijos. O sea, que habríamos entendido, incluso subrayado su decisión de emprender una vida dedicada a caminos privados. Como le sucedió a Ortega Lara. Habríamos respetado su silencio, su retiro.

La vehemencia como candidata a la presidencia de Colombia fue el motivo que la llevó a convertirse en un atractivo baluarte para la guerrilla colombiana, quien, con su secuestro, vigorizó su lucha terrorista. La política le robó la libertad a Betancourt y ahora, según sus palabras, no tiene intención de regresar a ella. Quiere ser como un chicle para comerse a besos a sus hijos Melanie y Lorenzo, unos jóvenes que no le llegaban a su altura cuando los vio por última vez y que ahora tienen 23 y 20 años. De hacerlo, de regresar a la vida pública, puntualizaba en una entrevista radiofónica, sería una decisión que consultaría con su familia, ya que su condición de ex candidata a la presidencia colombiana hizo mucho daño a los suyos.

Pero algo se trasluce en esta mujer que fue valiente, que derribaba muros a favor de la libertad y la igualdad, que pensó en el suicidio durante su secuestro, que aceptó que podía morir por las enfermedades que padeció en la selva, que llegó a creer que la felicidad no era para ella, pero que, a pesar de la tortura, es inevitable su naturaleza: una mujer llena de coraje, una perseverante nata capaz de hacerse portavoz de la lucha mundial por la paz.

Hay personas que tienen escrito su destino, que están abocadas a él de manera inexorable; Ingrid Betancourt es una de ellas. Que se recupere tras estos exultantes momentos que la tienen sobre una nube, que se recargue de las carencias afectivas amontonadas, malgastadas durante tantos años, pero que regrese a las manos de un mundo que necesita de personas singulares como ella. Su lucha será el triunfo de todos y un jaque mate para el terrorismo.

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