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En tránsito

Eduardo Jordá

Integridad psicológica

UNA de las cosas más asombrosas de nuestra época es la aceptación que tienen ciertas teorías que no pasan de ser pura charlatanería pedagógica o psicológica. En cierta forma somos tan supersticiosos como en la Edad Media, aunque nos creamos muy modernos y muy racionalistas y muy avanzados. Basta con que alguien se exprese en un lenguaje que parezca científico (es decir, complicado e ininteligible), para que nos traguemos la primera paparrucha que nos suelten. Y eso explica que los conceptos más disparatados circulen por las universidades y los Parlamentos sin que nadie se haya parado a pensar si hay algo de verdad en lo que dicen.

Ahora se va a aprobar una ley en la que se dictamina que los padres "deberán corregir a los menores con respeto a su integridad física y psicológica". Ante todo, uno se pregunta a qué viene este afán de legislar sobre todas las cuestiones de la vida (dentro de poco nos dirán cómo tenemos que lavarnos los dientes o qué clase de sartenes debemos usar). Pero lo más extraño de todo es que nadie haya caído en la cuenta de que el concepto de "integridad psicológica" es tan absurdo como esas propinas de un euro que el señor ministro de Economía dice ver en el bar donde va a tomar café. Y es que cualquier niño que haya visto La familia Mata o Escenas de matrimonio -y son muchos, a juzgar por los desorbitados índices de audiencia- sabe que eso de la "integridad psicológica" es una tomadura de pelo.

Nuestra integridad psicológica no existe porque estamos cambiando en todo momento y la psique de cada uno de nosotros no alcanza nunca un estado de inmutabilidad ni de integridad. Incluso los viejos cambian, ya que casi todos se vuelven más desconfiados y temerosos, aunque algunos se vuelvan más derrochones y alegres. Y si los viejos cambian, los niños están cambiando continuamente (y si no cambian, eso sólo significa que serán unos monstruos malcriados e insoportables). La vida es así. Ganamos y perdemos, aprendemos y olvidamos. A veces mentimos, otras veces nos dejamos engañar. A veces imponemos nuestros caprichos, otras veces aceptamos que los demás se salgan con la suya. Unas veces lloramos de rabia, otras veces hacemos llorar. No hay otra forma de vivir en familia o de convivir en un colegio. Vivir es aprender a resistir, a mentir, a disimular y a manipular, pero también es aprender a decir la verdad y a actuar con franqueza. Todo lo valioso se adquiere a costa de una humillación o un desengaño. Y la integridad psicológica de cada uno de nosotros no es más que el conjunto de todos estos aprendizajes. Si existe, tan sólo es la certeza de que nunca podremos alcanzarla, digan lo que digan los pedagogos y los psicólogos y los legisladores.

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